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1514 13 Febrero 2014

 

Una adulta en miniatura
Hugo L. del Río

Monterrey.- A Shirley Temple sólo puedo ofrecerle una lágrima y una rosa. En años de marginación y racismo, fue la primera actriz blanca –de cualquier edad– que apareció en la pantalla tomada de la mano de un negro: hizo cuatro películas con el actor y bailarín afroamericano Bill “Bojangles” Robinson.

La niña dorada brindó su luz a un mundo afligido por la Depresión del 29 y hundido en los horrores de la II Guerra Mundial. A los tres años de edad, Shirley bailaba cobrando 50 centavos a la semana. Poco tiempo después, se había convertido en el personaje más popular de la pantalla: bailó con George Murphy –vaya tío: gángster, bailarín de tango, actor duro, político–; actuó con Adolphe Menjou, Henry Fonda, John Wayne, Pedro Armendáriz: ya mujer joven, en Fuerte Apache hizo el papel de esposa de John Agar, quien en la vida real fue su marido. Eleanor Roosevelt gozaba de su compañía, y vivió horas gratas masticando chicle con la aviatriz Amelia Earhart.

Su encanto desapareció al entrar en la pubertad, pero ya nos había dejado el mensaje de –The New York Times dixit– una adulta en miniatura, sabia y maternal. Ya nuestro padre Cervantes nos habló de la gente del espectáculo: la comedia y la danza son cosa muy seria. El “crack” de Wall Street derrumbó al mundo. Los años negros de la Depresión –el subdesarrollo nos puso en gran medida a salvo del megamadrazo– evocan, sobre todo en estados Unidos y Alemania, las figuras de millones de seres humanos durmiendo en las bancas de parques y plazas, comiendo en cocinas de caridad, vagando sin rumbo.

En la Unión Americana la esperanza no se perdió: Shirley Temple avivaba lo que nació como tímida brasa hasta convertirse en fuego que da calor y promete un mañana mejor. La peque convertía en buenos a los malos (aunque con frecuencia los malvados, según la óptica de los imperios, eran en realidad patriotas, como los indios que Shirley somete a los ingleses en la adaptación del Wee Willie Winke, de Kipling); daba consejos, bailaba y cantaba. Hollywood le dio un Óscar especial como “la niña que más felicidad había proporcionado al mundo”.

Creo que me enamoré de ella en los cines de mi abuelo político: los filmes llegaban a Monterrey con siglos de retraso. Posteriormente, la aplaudí mucho: su pelea contra el cáncer de mama y la esclerosis múltiple; la forma como se encogió de hombros y dijo “al diablo con ellos”, cuando a su segundo marido, Charles Alden Black, lo expulsaron del casino de San Francisco por casar con una actriz; su sobresaliente labor como embajadora en Ghana y la antigua Checoslovaquia –estaba en Praga cuando los tanques soviéticos entraron en el 68– y tantas cosas que hizo.

Tampoco era perfecta: abogó a favor de la guerra en Viet Nam y algunos otros pecados o pecadillos habrá cometido. A estas alturas, nos quedamos con la niña de rizos dorados que con su sonrisa, su “tap” y sus baladas nos aseguraba que mañana saldrá el sol. Nada le puedo ofrecer a esta hermosa criatura, salvo una lágrima y una rosa que no podré depositar en su tumba. 

hugoldelrioiii@hotmail.com

 

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