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1542 25 Marzo 2014

 

Magnicidio no fue
Hugo L. del Río

Monterrey.- Escribió el inglés John Doone hará cosa de cinco siglos: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad”. No soy indiferente al homicidio de Luis Donaldo Colosio, pero tampoco pienso que el sonorense hubiera salvado a México, ni creo que lo haya mandado matar Carlos Salinas de Gortari.

De entrada, el crimen no fue un magnicidio. Larousse dice: “Magnicidio: muerte dada a una persona que ocupa el poder”. Y Colosio estaba a pocas semanas de instalarse en la Presidencia de la República, pero cuando lo abatieron sólo era candidato. Cierto: en aquellos años ser abanderado del PRI era garantía de buen éxito electoral. Pero el 23 de marzo el hombre de Magdalena de Kino apenas era aspirante. Nadie cree la versión oficial de que un pistolero solitario haya terminado con la vida de Colosio. Se sabe que la viuda, doña Diana Laura Riojas, tampoco aceptó esa hipótesis. Pero es demasiado aventurado esto de decir, como lo hacen los políticos cercanos al priísta sacrificado, que su muerte retrasó veinte años el progreso de México.

Los políticos que buscan un puesto de elección popular tienen tres rostros: uno es el del precandidato: otro, el del postulante y, el definitivo, el que vemos cuando asume el poder. A Colosio no lo conocimos. Los discursos de campaña no nos acercan al hombre. Por lo general, al contrario, lo alejan del público. En México, lo primero que corrompieron fue la palabra. No tenemos por qué interpretar como ruptura con Salinas de Gortari el discurso colosista del 6 de marzo de 1994. Son valores entendidos entre el Presidente que está empacando y su sucesor. El rompimiento, inevitable, viene después de la investidura.

En su “larga marcha”, Luis Echeverría desaprobó –y en ocasiones criticó con dureza– muchas decisiones del entonces Presidente Gustavo Díaz Ordaz y no pasó nada. El desastre, para el poblano, llegó después. Colosio fue un excelente candidato (pero también lo fue Vicente Fox): carismático, convincente, gallardo, de fácil palabra, simpático (pero hasta Díaz Ordaz, cuando candidato, lo era): pero estas cualidades no garantizan que hubiera sido un buen jefe de Estado.

No pretendo, ni mucho menos, empañar su imagen: sólo quiero poner en claro un par de cosas. Si fracaso es mi culpa. Pienso que Domiro Reyes, entonces subjefe del Estado Mayor Presidencial y responsable de la seguridad de Colosio, pudo ser cómplice de la conspiración. Pero no creo que Mario Aburto, para mí chivo expiatorio, sepa nada de la conjura, como tampoco puedo aceptar que Lee Harvey Oswald estaba al tanto del atentado contra el Presidente Kennedy.

Aceptemos lo que es evidente: los atentados políticos casi nunca se esclarecen y, como escribió ayer El País: “la verdad sobre el asesinato nunca se sabrá”.

Pie de página
Chalco –eso queda en el Estado de México—tuvo su fiesta de las balas: veinte minutos de tiroteo con cinco muertos. La policía llegó después, claro. Veinte minutos de bailar con la muerte. Obvio: los azules tenían instrucciones de “hacer ajustes de horario”. 

hugoldelrioiii@hotmail.com

 

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