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1561 21 Abril 2014

 

Dos lecturas de Cien Años de Soledad
Víctor Orozco

Chihuahua.- Leí Cien Años de Soledad la primera vez hace casi cuatro décadas. La vida me deparó la fortuna de disfrutarlo por segunda ocasión, ahora en la espléndida y lujosa edición que debemos a la Real Academia Española y a la Asociación de Academias de la Lengua Española, en el cual Gabriel García Márquez cumple ochenta y se completan ciento cuarenta del ascenso al cielo de Remedios, la bella, según se informa en uno de los colofones.

En 1967-68, muchos estudiantes estábamos metidos en la breve empresa de cambiar el mundo y conquistar la utopía. Cada quien en su terreno y en su país, pero había causas que a todos convocaban y movilizaban. Los de Berkeley y otras varias decenas de universidades norteamericanas marchaban un día sí y otro también en contra de la guerra de Viet Nam. Aquí sabíamos corear algunas de sus consignas: “Hey, Hey, LBJ (Lyndon Baines Johnson) how many  kids, did you kill today?”. El famoso mayo francés también nos alcanzó a todos, con agudezas tales como: “Sé realista, atrévete a lo imposible”, cabalgando sobre el vehículo del universalismo que siempre ha caracterizado a la patria de Víctor Hugo. Por nuestra parte, los latinoamericanos habíamos encontrado un nuevo faro en la revolución cubana, que iluminaba con sus ideas del hombre nuevo distinguido por el desprendimiento total de intereses mezquinos  y con su convocatoria a sacudirnos las cadenas el imperialismo.

En las vísperas de que se iniciara el movimiento de 1968, nos cayó la novela magna del colombiano, quien pertenecía a la generación del boom literario latinoamericano, junto con Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa, entre los más notorios. Nosotros, aparte de estar cautivados por las consignas del Che Guevara, entre ellas y de manera principal la que postulaba: “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución” leíamos todo lo que caía en nuestras manos. Pero, Cien Años de Soledad nos deslumbró. Hablaba del espacio que conocíamos, en unas sociedades cuyo pasado campesino estaba a flor de piel y nos dibujaba con un lenguaje magistral a todos los latinoamericanos en este universo encajado entre la magia y la realidad. Nos reímos a carcajadas de las inverosímiles situaciones que García Márquez ofrecía en cada página o en cada párrafo y en alguna cantina montábamos largas discusiones tan “refinadas”, por ejemplo, como aquella que versaba sobre cómo había hecho el segundo José Arcadio Buendía  para poseer a Rebeca Buendía –su hermana adoptiva– acostado en la hamaca y levantándola por la cintura, aun valiéndose de la fuerza hercúlea que ostentaba.

No acabábamos de salir de un asombro cuando ya teníamos otro encima. ¿Y cómo no identificarnos con esta loquera padecida por una buena parte de los Buendía, que los llevaba a fraguar una rebelión desde Alaska hasta la Patagonia para barrer a los gobiernos conservadores, o a educar a uno de los vástagos para ser Papa, o a convertir al riachuelo en cuyas márgenes se ubicaba Macondo en una vía navegable, o… ? Años después, cuando leí la autobiografía de García Márquez, donde se explayaba sobre su vida de estudiante en Barranquilla  y en Cartagena de Indias, con sus largas noches de juerga, sus lecturas abigarradas, sus irreverencias, su querer comerse al mundo, entendí bien el porqué de la identificación: de te fabula narratur, como decían los latinos, de ti hablamos.  

No recuerdo si leí Cien Años de Soledad antes o después del 2 de octubre, pero en todo caso sí asociamos después la matanza de obreros en Macondo, con la de Tlatelolco. Parece que García Márquez anticipó los sucesos posteriores o bien,  Díaz Ordaz alcanzó a leer la novela publicada un año antes y entendió el remedio: el registro de una masacre puede convertirse en una pura alucinación, en un mal sueño de unos cuantos. La perpetrada por el ejército colombiano para acabar con la huelga contra las compañías bananeras quedó sólo en la memoria de José Arcadio Segundo, pues aún los familiares que reclamaban a sus muertos acabaron por conformarse con la versión oficial: aquí no pasó nada, Macondo vive en paz. En México, se buscó también que el ametrallamiento de la multitud en la Plaza de las Tres Culturas apenas de consignara como un “pleito entre estudiantes” y  consagrar la misma explicación obtenida en Macondo: todo es producto de ofuscaciones, la tranquilidad y el orden reinan en el país.

Leída en segunda vuelta, sorteados los sesenta, no acato a discernir que admirar más en la famosa novela por la cual su autor ganó el premio Nobel de literatura: si su infinita capacidad para caminar sin extraviarse en esa construcción laberíntica de personajes con nombres iguales, a lo largo de siete generaciones o el cuidado de la prosa con el espíritu de un escultor perfeccionista o la destreza para labrar caracteres que siendo particularísimos, al mismo tiempo condensan cientos de comunes denominadores. De suerte tal que por ejemplo,  para los mexicanos, el coronel Aureliano Buendía, no obstante sus extravagancias,  se nos aparece como un personaje compuesto con retazos de las personalidades de Villa o de Zapata o de cualquiera de los miles de militares improvisados y reformadores sociales que pueblan nuestras guerras civiles. Y ocurre lo mismo con seguridad para argentinos, peruanos, brasileños, chilenos, etcétera,  y obviamente para los  colombianos. Otro tanto ocurre con los demás tipos habitantes de la novela, siempre existe o ha existido en nuestro entorno alguno que dé la medida.

¿Cuál sería el ingrediente principal con el que se cimentó Cien Años de Soledad? Desde luego podemos pensar en la vasta cultura de su autor, su perspicacia, su curiosidad y sus afanes indagatorios, su dominio magistral de la lengua castellana –en un país que presumía hasta hace poco de hablar el mejor español del mundo–.  Pero, ante todo, es un libro cuyas páginas revelan una escritura brotada de una pasión abrumadora por las letras con todas sus implicaciones: ni pretensiones moralistas, ni educativas, ni proselitistas. Tan solo retratar la vida, con los colores de la imaginación. Las conclusiones desprendidas del resultado son asuntos que competen al lector. Carlos Fuentes refiere haber tenido la impresión de estar ante el Quijote latinoamericano cuando leyó el manuscrito de Gabo. Entiendo que no únicamente por el rango del texto, sino también por el atrevimiento del sudamericano casi adoptivo mexicano, para emprender esta faena titánica de escribir una novela total como la llama Mario Vargas Llosa en el generoso estudio anexo a la edición.

* Hace siete años publiqué este artículo conmemorativo del ochenta aniversario de Gabriel García Márquez y del cuarenta de Cien Años de Soledad. En su fallecimiento, le reitero el homenaje personal de entonces.

 

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