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1562 22 Abril 2014

 

Sam Peckinpah que en el infiero estás
Eloy Garza González

Monterrey.- Hace años me tocó participar en la producción de un programa de televisión llamado “Nuestra hora”. Para el scoutingentrevistamos a profesionales de la actuación. Uno de ellos era la hija de la actriz mexicana Begoña Palacios: de rostro cuadrado, tez rojiza y nariz respingada. Platiqué unos minutos con ella: se llamaba María Guadalupe Peckinpah Palacios.

Entonces me enteré que Lupita era la única hija mexicana del director de cine Sam Peckinpah, uno de los grandes poetas malditos, apache de nacimiento e influencia principal de Tarantino para sus películas violentas. Analicé los rasgos de la chica esperando descubrir a la bestia negra de su padre. Pero entre tanta dulzura femenina la vena paterna se le escondía en un rincón insondable.

Al padre de la chica no le gustaba que los productores editaran sus películas para atenuar su violencia extrema. Cuando le mutilaban cada escena sangrienta, Peckinpah sacaba su pistola y correteaba a sus censores para hacerlos bailar a tiros. Entonces no quedaba en pie ningún cobarde: Peckinpah se convertía en un potro salvaje chicoteado por el whisky y la coca.

Bastó que la MGM amputara personajes completos de su obra maestra “Pat Garret & Billy The Kid (1973)” para que Sam Peckinpah montara en cólera: se vengó con una borrachera de meses y renegó de su patria. Decidió nacionalizarse mexicano, lo que en el Hollywood equivalía a declararse fuera de la ley.

De hecho, “Pat Garret” es una metáfora de su trayectoria vital: como su creador, los dos personajes principales (Kris Kristofferson y James Coburn), viajan en redondo por la frontera mexicana; una eterna huida de sí mismos, acompañados por la armónica de Bob Dylan, que compuso Knocking on Heaven´s Doors, para la escena en la que Katy Jurado ve cómo su marido se desangra hasta morir. Esta película fue criticada por los mismos motivos que otros la alabamos: tiene guión pero no argumento, como la vida misma.

Ni en sus peores crisis alcohólicas o de coca, el padre de Lupita Peckinpah soñó con llamar a las puertas del cielo. Se entendía bien con el demonio en las cantinas de Torreón, Coahuila, tomando caballitos de tequila. Como sus personajes, todos ellos seres fracasados, perdedores, incompletos, sabía que “puede que el mundo haya cambiado, pero yo no” (Pat Garret), así que se exilia en la llanura (“The Ballad de Cable Houge”, 1970) o escapa sin descanso (“The Getaway”, 1972).

Peckinpah, el perdedor eterno, despreciaba cualquier autoridad jerárquica (“¿Creen que porque son jefes más comprensivos los odio menos a ustedes?”, reclama el sargento Steiner a su superior en “Cross of Iron”, 1965). En “The Wild Bunch” (1969), cuando Ernest Borgnine le dice a William Holden que tras el asalto tendrán tanto oro para viajar a donde quieran, Holden le pregunta: “¿y a dónde podríamos ir?” Los dos se quedan mudos. Tampoco el director del film tenía claro a dónde podía ir arrastrando su existencia miserable.   

El padre de Lupita Peckinpah nunca buscó el arrepentimiento para salvarse de los infiernos. Era un forajido a conciencia, no un pecador, porque no conocía el significado de pecar. Sus dioses eran los dioses de los incorregibles; los que dejan que el necio se ahogue a gusto en su propio vómito. A la tercera vez que se casó con Begoña Palacios, Peckinpah pensó que ahora sí se había librado de sus obsesiones venenosas, pero un infarto lo mató en 1984.

Mientras se marchaba de mi oficina, miré de reojo a la hija de Peckinpah, triste y aliviado al mismo tiempo de que Lupita no portara los genes malditos de su padre. Como si nada se llevó un caramelo a la boca. Y entonces ocurrió lo inesperado: Lupita ya no mascaba un caramelo sino hojas de tabaco con la derrota elegante de James Coburn, sonriendo de lado como Kris Kristofferson, dándome la espalda caída como William Holden y saliendo de la oficina con los pasos erráticos de Jason Robards en “The Ballad of Cable Houge”, todos ellos dirigidos por ese viejo cabrón que fue uno de los más grandes directores de cine de todos los tiempos. Me sentí atrapado por el más allá y dije claramente, para todos los que pudieran oírme: “¡Que el demonio te pudra en los infiernos, David Samuel Peckinpah!”

 

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