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1627 22 Julio 2014

 

ANÁLISIS A FONDO
Reforma energética, o el arte de la manipulación
Francisco Gómez Maza

Burda, pero muy productiva técnica legislativa
Para eso están los políticos, para poner orden

Ciudad de México.- Todo sea para contextualizar lo que está pasando en el Congreso con la simulación en torno a los pros y los contras de la reforma energética, de la privatización de Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad. Dejaré hablar al periodista español Miguel Ors Villarejo, director adjunto en Actualidad Económica.

Porque eso –simulación devenida en manipulación– es la técnica que aplican los legisladores para convencer a los medios y a sus lectores o escuchas de que la participación de los capitales extranjeros es lo que Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad, y todo el aparato productivo, requieren para que la economía sea productiva y se modernice, y pueda competir en igualdad de condiciones en el concierto de las economías petroleras. Lo contrario a lo que realmente ocurre en la economía real. Los bancos por ejemplo, en su mayoría, son extranjeros. Ganan mucho dinero – las más altas utilidades de todo el mundo– con los ahorradores e inversionistas mexicanos, y la mayor parte de sus pingües ganancias las envían a sus casas matrices en el exterior. Jamás se les ocurre invertir en territorio nacional.

Pero de lo que se trata es de que la gente sea convencida de que las reformas y las leyes creadas por los diputados y los senadores son las mejores para el bienestar de los ciudadanos, aunque al final de cuentas no importan los ciudadanos, no importa la sociedad, no importan los trabajadores. Estos no existen. Son entelequias creadas por la inconciencia y la irresponsabilidad. Y entonces aparecen los políticos para ordenar todo. Una patria ordenada y generosa.

Pero qué dice el colega Villarejo. Mejor leamos lo que él ve en la España postfranquista.

En su artículo, publicado en diciembre de 2013, el periodista afirma: Los españoles nos lamentamos a menudo de nuestra incapacidad para conciliar intereses. Decimos resignadamente que un país con tantas vírgenes es un país de anarquistas. Pero los franceses tienen una frase similar con los vinos, y los italianos con los quesos. En realidad, lo raro es que la gente se ponga de acuerdo.

Me imagino que ya se habrán dado cuenta, pero los políticos no son como las personas normales. No me refiero a que sean unos sinvergüenzas. En absoluto. Sólo distintos. Existe una conducta política específica. Consiste, como decía William Riker (1921-1993), en “estructurar el mundo de modo que tú ganes”. Riker incluso acuñó un término para referirse a este comportamiento: herestética. Pretendía titular así un libro, pero el editor le obligó a poner mejor El arte de la manipulación política. Más claro, ¿no?

La idea rusoniana de que la democracia sirve para determinar la voluntad popular y convertirla en ley le parecía a Riker una ingenuidad. La voluntad popular no existe. La gente no sabe muchas veces lo que quiere, o quiere cosas incompatibles. Un ejemplo típico es la llamada paradoja de Condorcet. Supongamos que hay tres alternativas: A, B y C. Puede darse la circunstancia de que una mayoría prefiera la A a la B, la B a la C y la C a la A. En ese caso, ¿cuál es la voluntad popular?

El politólogo español Josep María Colomer me explicó una vez que algo así sucedió durante la Segunda República española. Una mayoría prefería la democracia liberal (opción A) a la revolución social (B), que a su vez contaba con más apoyo que el fascismo (C). Pero revolucionarios y fascistas se aliaron para impedir que la democracia cuajara. Era su peor escenario y anteponían cualquier orden (o desorden) al ignominioso régimen pequeñoburgués. “Una decisión colectiva”, dice Colomer, “no depende del número de personas que la eligen en primer lugar. El manejo de las segundas y terceras preferencias puede alterar el resultado final”.

En realidad, lo raro es que la gente se ponga de acuerdo. La Constitución de Estados Unidos se ratificó en un año y los expertos siempre han dado por supuesto que eso era lo natural, pero Francia únicamente lo logró después de numerosos intentos (1789, 1791, 1793, 1830) y Canadá e Inglaterra nunca han sometido sus cartas magnas a referéndum. ¿Cómo se las arreglaron los Padres Fundadores? Riker lo cuenta en The Strategy of Rhetoric: formando alianzas tácticas, diseñando reglas de votación ad hoc y controlando la agenda. Eso es la herestética.

Colomer se planteó en 1990 una pregunta similar sobre la Transición española: ¿cómo salió adelante? Había tres jugadores (continuistas, reformistas y rupturistas) y ninguno tenía fuerza suficiente para imponer su proyecto. Pero Adolfo Suárez maniobró herestéticamente. Sabía que la oposición nunca pactaría con el franquismo. A diferencia de la Segunda República, ahora ni siquiera compartían el interés por desestabilizar. Así que se alió alternativamente con unos y con otros hasta sacar la Ley de Reforma.
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El arma principal del arsenal herestético es, de todos modos, la tercera que cita Riker: el control de la agenda. En un artículo de 2008, Colomer y Humberto Llavador explicaban que las elecciones, como las películas, tienen un argumento central, y los partidos deben pelear por imponer aquel en el que salen más favorecidos.

Lo lógico sería ocuparse de los problemas que más inquietan a los ciudadanos, pero si uno no puede ofrecer soluciones creíbles o populares, es mejor desviar el foco. El PSC lo hizo en las autonómicas de 2003. La reforma del estatuto preocupaba a un exiguo 3% del electorado, pero había acuerdo sobre su insuficiencia. Pasqual Maragall se las arregló para convertirla en el eje de la campaña, silenciando asuntos en los que sus rivales habrían tenido ventaja (como la economía) y conquistó la Generalitat.

“La táctica más importante en la competencia electoral es procurar que se hable de las cuestiones en las que eres más creíble”, dice Colomer. “Los partidos ya no promueven políticas alternativas. Se ha producido una gran convergencia ideológica. Hace 40 años, en economía había un rango de variación enorme. Francia nacionalizaba, el Reino Unido privatizaba, estaba el Telón de Acero… Había muchas opciones. En materia social también se defendían iniciativas distintas. Pero hoy se ha fraguado un amplio consenso. La prueba –concluye– es que cuando cambia un gobierno, se respeta buena parte de lo que deja hecho”.

Esto no es negativo. Revela que estamos de acuerdo en lo básico. Nos hemos vuelto más responsables y sólo algún radical pide la abolición de la propiedad privada.

Pero justamente por eso las campañas tienden a la personalización: si el rival promete lo mismo, hay que probar que es torpe o deshonesto. Y justamente por eso se banaliza: si las ideas son similares, hay que vender emociones. Resulta paradójico, pero nos insultamos más porque estamos más de acuerdo. Y decimos más tonterías porque somos más responsables.

¿Y este crepúsculo de las ideologías no será el fin de la política? Colomer no lo cree. Para empezar, “hay que solucionar la ineficiencia de los propios mecanismos políticos”, dice. “Se concibieron en una época en la que los estados eran los protagonistas. Muchas decisiones son ya de ámbito mundial o regional. Se adoptan en foros como el Fondo Monetario Internacional o la Unión Europea, sin dar mayores explicaciones. Eso hay que democratizarlo”.

Y en este tráfago de creciente globalización, ¿tienen sentido los nacionalismos? “Si lo que se pretende es hacer soberana a la autonomía en vez de al estado, no”, dice Colomer. “La soberanía ya no existe. Ni siquiera la UE es soberana. No hay un centro de decisión global. Ahora bien, el debate nacionalista refleja un problema real de reparto de poderes que no está bien resuelto”.

Colomer considera que el comercio, la seguridad o el transporte deberían gestionarse desde ámbitos supranacionales, y la educación, la sanidad o los parques y jardines, desde ámbitos locales. Eso es la herestética.

Y la herestética es lo que se está aplicando en estos momentos en lo que se llama debate, discusión, negociación –entes imaginarios, palabras para manipular a la población– de las leyes reglamentarias que permitirán la desestatización de las empresas del sector energético, así como su reprivatización después de 76 años de la expropiación petrolera y 54 años de la nacionalización de la industria eléctrica. Ya no sirven para los satisfacer los intereses de los herestéticos. Y al pueblo le tiene sin cuidado.

fgomezmaza@analisisafondo.com
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