Suscribete
 
1676 29 Septiembre 2014

 

 

El frenesí de las patrias en la primera guerra
Víctor Orozco

Chihuahua.- Los cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial, que se cumplen en el que corre, nos hacen meditar sobre los orígenes y despliegues de estas hecatombes sociales que son los conflictos armados, sobre todo en la escala del que tuvo lugar entre 1914 y 1918. Alguien meticuloso, calculó la caída de 6 mil 46  por cada día, contando tan sólo a los militares movilizados, los cuales llegaron casi a setenta millones de individuos. Se completaron alrededor de 20 millones de muertos. Hasta entonces nadie pensaba que era posible poner en pie estas gigantescas máquinas de guerra y destrucción.

¿Cómo llevar al frente de combate y a un fin casi seguro a tantas personas? La experiencia centenaria, enseña una verdad: una vez puesto en marcha el engranaje de la violencia, es casi imposible frenarlo, hasta que alguno de sus directores asume la derrota por agotamiento e incapacidad de continuar la lucha.

Pero, antes del primer disparo detonante, se han colocado explosivos en lugares claves. Y son de dos clases, materiales e ideológicos. Los primeros se representan en las disputas por las materias primas, los mercados, los recursos naturales, los territorios y sobre todo por el control directo o indirecto de la fuerza de trabajo. En nuestro tiempo, por los saberes tecnológico y científico, con mucho mayor ahínco que en el pasado.

Me ocupo en esta nota, sobre todo de los segundos materiales inflamables. La primera guerra mundial estuvo precedida por la siembra en las mentalidades colectivas de la semilla nacionalista, de la cual brotaron plantas y frutos envenenados. El siglo XIX, que concluye para la historia en 1914, proporcionó el escenario en el cual se consumó una especie de orgía de las identidades. Cada una de las élites gobernantes, proclamó la unicidad y la misión especial del pueblo bajo su mando. En el frenesí de las patrias, sobresalen con mucho alemanes y franceses, quienes se disputaron la primacía, aunque no deben desestimarse movimientos similares en el resto de los contendientes.

El chovinismo religioso germano, se reflejó en proclamas, sermones, eruditos ensayos de profesores universitarios, para demostrar que el pueblo alemán era por sus tradiciones, por su firmeza, el depositario de la civilización y, como en el pasado con el judío, el elegido por Dios para ejecutar sus altos designios. El tinglado ideológico estaba bien montado en 1914 para explicar a las masas que se iniciaba una guerra santa, en la cual no había ninguna duda de que Dios estaba con los imbatibles ejércitos alemanes. Así lo promulgaba la contundencia de los discursos del Kaiser Guillermo II a sus tropas: “Recordad que el pueblo alemán es el elegido por Dios. Y soy su arma. Su espada y su visera. ¡Hay del que no obedezca!¡Muerte a los cobardes y a los incrédulos!

Hasta 1871, cuando su país derrotó a Francia, humillándola al grado de proclamar el nacimiento del imperio germano unificado en el mismo Versalles, el palacio centenario de los monarcas galos, los alemanes nunca resarcieron su orgullo herido por las afrentas sufridas de Napoleón Bonaparte, quien convirtió a sus príncipes en sirvientes. De allí el cultivado aborrecimiento a los franceses, una llama que atizaron intelectuales, filósofos, literatos, periodistas y bardos, quienes prestaron teorías, imágenes y justificantes. Un ejemplo excelso lo proporciona el poeta Ernst Moritz Arndt, autor del primer himno nacional alemán en 1825. Generaciones de niños teutones leyeron su catecismo político, que en algún lugar instruía: “Odio a todos los franceses, sin excepción, en el nombre de Dios y de mi pueblo… Enseño ese odio a mi hijo. Trabajaré hasta el final de mis días para garantizar que este desprecio y este odio lleguen hasta las raíces más profundas de los corazones alemanes”.

Las frases de este autor, acompañadas de ilustraciones ad-hoc, se inscribieron en cientos de miles de postales durante la guerra.

En Francia, el militarismo y el patrioterismo igual se condujeron al límite antes de la guerra. El famoso caso Dreyfus, durante la primera década del siglo XX, desató una ola de histeria colectiva. Mostró hasta dónde los medios de comunicación y los políticos son capaces de manipular sentimientos atávicos y la ignorancia de las masas para llevarlas a pelear cruzadas ajenas  a sus intereses. Fue un torrente antisemita, ultra católico y revanchista frente a los alemanes. La llaga abierta, como se hacía ver a la capitulación de 1871, fue restregada una y otra vez, sobre todo ante los ojos de las clases medias. Este alud de consignas nacionalistas arropó incluso las brillantes vocaciones universales o internacionalistas que se han hecho presentes en la historia francesa. Todo se redujo a una simple ecuación: Francia y los franceses tienen a Dios de su parte y representan a la civilización. En el lado alemán se encuentra la barbarie y el viejo paganismo de las deidades germanas. Cristo contra Thor y Odín.

En el curso de la contienda, cada bando se valió de todos los recursos, sobre todo  de los religiosos. Las iglesias luteranas protestantes en Alemania, las anglicanas en Inglaterra, las católicas en Francia, las cristianas ortodoxas en Rusia, cada una contribuyó a enriquecer el arsenal ideológico de sus gobiernos, organizadores de la carnicería. La detención del avance alemán en la batalla del Marne, por ejemplo, fue explicada a los franceses como una intercesión de la virgen María a favor de Francia, pues no fue ninguna coincidencia que se ejecutara justo el 8 de septiembre de 1914, día de la celebración de la madre de Cristo. Según los clérigos de cada país, Dios favorecía a su pueblo elegido, o sea, al que ellos tenían por su rebaño.

Cuando se leen los vehementes sermones y advocaciones de obispos, patriarcas y capellanes europeos, no puede sorprendernos la leyenda inscrita en los escapularios bendecidos por los sacerdotes y colgados con tanta fe en el cuello de los cristeros mexicanos: “Detente bala, el sagrado corazón de Jesús está conmigo”. Lo mismo se hacía en las iglesias de Francia con las medallitas milagrosas repartidas con profusión entre los jóvenes que caminaban hacia los frentes de combate, donde morían como moscas. 

Nunca la manipulación de los creyentes se extiende tanto y se vuelve tan intensa como durante las guerras. Cuando pensamos en ellas, asociamos sus imágenes con los artefactos militares: acorazados, aviones, bombardeos. Y, usualmente olvidamos que para poner en funcionamiento el aparato destructivo, es indispensable otro arsenal, donde se alistan y engrasan continuamente las armas ideológicas, constituidas por slogans repetidos  hasta la saciedad, mentiras consagradas en los altares, satanizaciones del enemigo. Sólo así se consigue que millones de hombres y mujeres se olviden de sus libertades, de sus opciones personales, para ir a morir en aras de los deseos e intereses pertenecientes a los titiriteros.  En 1914, mientras se entretenía  y obnubilaba el entendimiento de las colectividades con fetiches patrióticos  y religiosos, los grandes industriales y banqueros hinchaban sus cuentas mediante los colosales contratos para la industria del armamento. Una vieja práctica usada por los ocupantes y usufructuarios del poder, en sus diversas escalas.

La esperanza de la humanidad, se encuentra en esos espíritus libres, que son capaces de pensar y dudar aun en medio del pantano de los fanatismos. Recuerdo, en la novela de Erich María Remarque, a propósito del tema, al pequeño grupo de jóvenes alemanes que abandonaron la escuela para marchar a la guerra, al son de los cantos patrióticos. Convertidos precozmente en hombres adultos por la intensidad de los sufrimientos y la condensación de las vivencias que adquirieron, en el fondo de las trincheras enlodadas, discurrían, que a final de cuentas, ninguno conocía a un inglés, como para odiarlo, según se les ordenaba.

 

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 

 

15diario.com