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1685 10 Octubre 2014

 

 

DESAPARECIDO, VII
“Nada que declarar”
Raúl Caballero García

 

Ficción mata realidad, ¿o al revés?

 

Dallas.- Doblé en Simón Bolívar, di vuelta en Calzada, tomé Gonzalitos, me devolví no sé dónde. Mi cerebro tiraba aceite. En un momento dado tomé de nuevo Simón Bolívar hasta dar con Ruiz Cortines. Ai venía. ¿Pos pues, por dónde agarro los cuernos de este toro con cara de cocodrilo? Ándale, me decía yo mismo, viéndome en el retrovisor, házle la faena de tu vida.

¿A poco?, pensaba momentos después, ¿a poco borrón y cuenta nueva? En esa órbita la pregunta. De hecho apareció desde que estuve girando en las entrañas de La Pirámide. Si me aparezco -sopesaba- meto en una red de riesgos a todos los que quiero. Mejor uno, yo nomás. La policía ni por aquí me pasó wey, y qué bueno porque me hubiera puesto de pechito, me cae, tú sabes, con esos nunca se sabe, quién sabe en la que me meto si acudo a esa ley o quién sabe en la que me meten, más bien, esos torcidos. ¿Y si esto es nomás porque soy tamaño egoísta?, me preguntaba luego, acusándome y me respondía enseguida: Lo averiguas después, bórrate. Manejaba como en piloto automático, o sea no sé cómo. ¿Dejo de existir y vuelvo a nacer? Me pinto borrándome. Te voy a extrañar Aurora. Un tiempo, luego te hablo. No. ¿Seré capaz? Qué dudas cabrón, qué duda te cabe. Me detuve de pronto a un costado de la avenida. Me bajé, mi celular vibraba y su lucecita centellaba en la bolsa del saco, lo saqué y sin ver quién me llamaba lo destrocé con mi tacón en el asfalto.

Y me vine wey, como te digo nomás dándole vueltas al mismo rollo, de hecho -te digo- desde que lo encontré en La Pirámide. El dineral, digo, el dineral… dejarlo o llevármelo (digo, traérmelo) tal era el dilema. Convertirme en parte del tal Ramiro, ser uno de los suyos o ignorarlo, sacármelo de encima, salir como entré de La Pirámide y olvidar todo eso como un episodio pasajero, un mal viaje o una mala película, salir del cine, lamentar el tiempo perdido y el mal momento y seguir caminando. ¡Ah, pero no!, ¡qué va!, ahí estaba mi nuevo yo, un daño colateral: ¿un delincuente consciente? No hay manera de negarlo, de justificarlo, ha sido una elección asumida. ¿Tú qué harías? ¿Eh?, ¿en serio? Pos pues: por eso me la pasé tirando aceite, ahí estaba mi otro yo, patine y patine.

Y la mirada en el espejo: Ya desapareciste, dale gas, sigue nomás, ya encontrarás la puerta. Pero volver pos no, ya, decidido. Y así avancé cada vez más cerca de este lado, cada vez más de este lado, más del lado de la muerte porque pues no hay de otra ¿o a dónde crees que mandaron a todos los que desaparecieron? Y ahora me pregunto: ¿otra identidad? Una opción, extrema sin duda, pero opción. Otra vida wey, otra película. Y le doy otra vuelta, otra vez la misma pinche vuelta, me pregunto de nuevo, una vez más ¿cuántos tienen una oportunidad como esta? ¿Se puede “matar” al pasado? Se puede, me repito. Sí se puede, me convenzo, recordando el celular destrozado en el pavimento. Como si eso.

A estas alturas uno termina viendo el pasado con la intención de recobrarlo pero pos ya se fue. La actualidad es otra cosa, la realidad de hoy provoca que nos evitemos, la familia, los amigos, todos se dispersan sin remedio. La vida sigue y seguirá estés o no desaparecido -me digo. Sé otro. Fíjate en la ironía de las cosas, fíjate cómo son las cosas, planeábamos vivir en Monterrey. Rentar casa en Monterrey parecía tan a la mano, comprar una después… en estos tiempos las hallas a muy buenos precios, tantos regios siguen cambiándose a Texas.

*
La frontera aparece tras cruzar Nuevo Laredo, la mera orilla de nuestro noreste. A través del puente la fila de autos se acorta de manera paulatina. Avanzas a vuelta de rueda, en cámara lenta, hasta el momento en que dices: “Nada que declarar, sólo traigo ropa”, me escucho repetir ante el aduanal que me inquiere. ¿Cómo me veo wey? Pinche Pirámide, mírame cabrona. “Sí”. “No”. Yo creo que hay algo en mí que no lo convence. Observo que tres carriles más allá dos agentes guían sendos perros policías. Ay wey, te apuesto que si vienen con los perros van a oler el dinero. “Ropa nada más”. Creo que no me cree. Tantas maletas, claro. “Sí”. “No”. “Sí, está bien”. Al final me ordena que me estacione en la zona de revisión. Avanzo sabiendo que ya valí madre. Para colmo en ese momento recuerdo la pistola en mi saco, chin, pero qué menso. Menso de a madre, ya ni cómo, no, ya ni cómo deshacerme de ella. Ya qué, ya  valí. Otro oficial me indica donde debo estacionarme. Avanzo despacito.

De pronto los perros ladran y enseguida todo se altera. Taca taca taca. Desde diferentes autos en diferentes carriles disparan ráfagas contra los desperdigados oficiales que corren a protegerse y a devolver el ataque. Plaf plaf plaf. Las balas dan en los vehículos, traspasan sus ventanas, desinflan sus llantas. Los perros están muertos, los agentes que los conducían están muertos, tendidos en el piso al lado de los perros. Taca taca taca. El agente que me indicaba con amabilidad donde estacionarme de repente puso cara de alerta y el rostro le fue cambiando de tan nítida manera que como un espejo me indicó que por encima de mi auto estaba viendo el peligro, acaso la muerte. Su hastío pasó de la alerta al miedo y enseguida a la decisión de quien se dispone a encarar a la muerte y sin embargo segundos después dudaba si pasarse al odio o volver al miedo o adquirir valor de nuevo. El puro desconcierto. Me apuntó con su pistola, viéndome como una amenaza, su reacción ante el peligro fue apuntar a todos los que le rodeábamos. Pronto me hizo señas que me moviera hacia donde debía estacionarme. Ahora sí a este mi cara lo habrá convencido de que no soy de armas tomar. En medio del caos y los balazos y los gritos entendí que le estorbaba. Plac plac plac. Seguí avanzando, con cautela pese a todo, con miedo, sin duda, pero avanzando. Zum zum.

*
La mirada en el retrovisor interior. El auto avanza y en mi rostro va apareciendo una sensación que puede explicarse con el asombro lo mismo que con la satisfacción lo mismo que con la incredulidad. Miro por encima del volante. Sonrío con la cara, si puedes entender cómo te digo, no con la boca sino con las cejas, con los cachetes, con las fosas nasales, con la lengua y el paladar, con los ojos, sonrío de una manera suelta, incontenible, que sólo los nervios o el miedo o la audacia: lo inverosímil. Con los labios apretados detengo la sonrisa y ésta se me sale por la mirada. Meto el acelerador, suave, de a poco. El motor va quemando aceite. Plac plac plac, se escucha el golpeteo de las balas con un sonido medio apagado, como si estuviera demasiado lejos. El auto deja una estela de humo que sale por el mofle. Taca taca taca, se oye impreciso el sonido de la balacera. El auto se desplaza más allá del último estacionamiento, ingresa propiamente a la primera calle de Laredo Texas, la avenida que pronto será la Autopista 35.

Todo alrededor parece suspendido y sin volumen y al mismo tiempo el ruido se amplifica y la confusión se incrementa. Se escuchan diferentes sirenas desde diferentes ángulos, sirenas que aúllan entre el pánico y la desazón. Sirenas que cantan para los indecisos. Sirenas que ríen con una risa estruendosa que apacigua y disipa desasosiegos, y sin embargo con sus inflexiones propician otros estadios llenos de inquietud. En medio de todo mi corazón comanda un torrente tempestuoso, electrifica mis ideas, mis sienes a punto de estallar, mi sangre inflamada.

Afuera del auto todo sucede en un instante que de inmediato parece lejano. Siento el pedal del acelerador obedeciéndome, avanzo. Los ojos en el retrovisor interior, miro hacia atrás, todo es distinto.

FIN

 

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