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1708 12 Noviembre 2014

 

 

El dios que ahora es diseñador gráfico
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Hace días platiqué con un par de amigos de Sudáfrica radicados en México sobre un libro que leí: “Historia Mundial de la Megalomanía”. Les conté la fascinación que me provoca el culto a la personalidad: el gobernante que se cree divino es una de las peores enfermedades para un país.

Los megalómanos abundan lo mismo en las artes que en los negocios. Sin embargo, Salvador Dalí, que se consideraba a sí mismo un Dios, no hizo daño a nadie. Steve Jobs, que se creía superior al resto de los mortales, no gastó un solo dólar que no ganara en sus empresas privadas. 

En cambio, un megalómano con poder político arruina las finanzas de cualquier país. Y el continente africano, igual que América Latina, está lleno de esos ególatras marca diablo. Uno de ellos, Jean Bedel Bokassa, tuvo la ocurrencia de coronarse rey de su nación a mediados de los años setenta, imitando la ceremonia en la que Napoleón se erigió emperador. En México tampoco cantamos mal las rancheras. Por esas mismas fechas inauguramos una gigantesca estatua ecuestre del Presidente José López Portillo, sobre la avenida Universidad, de San Nicolás de los Garza.

Da igual que Bokassa, Idi Amin o López Portillo se creyeran la última coca en el desierto. Allá ellos y sus inseguridades personales. El problema es que rendían culto a su personalidad con el dinero de los ciudadanos, a quienes veían como súbditos. La única diferencia entre ellos es que en algunos países las monarquías de mentiras duran sólo hasta el próximo golpe de Estado y en otros países los Presidentes mesiánicos duran nomás seis años. A mis amigos de Sudáfrica les confié un sueño perverso: de tener frente a mí a alguno de estos megalómanos le daría una cachetada para que supiera que es un simple mortal.

“¿Te atreverías a hacerlo?”, me retó uno de mis amigos sudafricanos; y yo envalentonado le contesté que sí, al cabo los sueños, sueños son. “Pues yo te presento a uno. Tengo familiares en Sierra Leona. Allá llegó al poder siendo muy joven un megalómano de la misma edad que tú. Se llama Valentine Strasser”. Como todo gobernante que rinde culto a su personalidad, Valentine se mandó hacer un palacio, estatuas, retratos, poemas glorificándolo y varias decenas de discotecas en donde bailaba cada noche con una modelo distinta. Nunca usó dos veces la misma camisa, todas marca Versace”.

Su caso me pareció tan trillado que no me dio la gana darle una cachetada. Menos cuando la mala suerte lo zarandeó después hasta el cansancio: duró muy poco en el poder (no todos los megalómanos son afortunados). Un golpe de Estado lo exilió a Inglaterra. Allá vivió de incógnito, casi en la miseria, como estudiante en la Universidad de Warwik y de arrimado en el departamento de una novia, hasta que descubrieron su verdadera identidad. Le dieron una paliza en la estación de un metro de Londres y lo expulsaron del país.

“Ahora vive en Nairobi –me aclaró mi amigo sudafricano–, es un cuarentón encorvado; está casado con una prima mía y es diseñador gráfico, pero no tiene empleo estable”. De su anterior vida como megalómano apenas le quedan un par de poemas alusivos a su origen divino, tres camisas Versace y una fotografía montado en un tanque de guerra que ya subió a su muro de Facebook. “¿Quieres conocerlo?”, me preguntó; y como le respondí que sí, viajaremos en un par de días a Kenia, con unos boletos de avión a mitad de precio, aprovechando la temporada baja y hospedados en su propia casa.

No pienso darle ninguna cachetada a Valentine Strasser, pero sí le regalaré un ejemplar de “Historia Mundial de la Megalomanía”, para que conozca la lista vergonzosa de dictadores de la que no formó parte, porque el destino (a veces tan injusto) no le dio oportunidad. Pero de que quiso, quiso. Y en estos casos la intención es lo que cuenta.

 

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