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1824 23 Abril 2015

 

 

Lloriqueos del Primer Ministro
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- El conferencista era menos imponente en vivo que en televisión: más enjuto y anodino. Lucía calvicie incipiente, arrugas marcadas en su rostro de joven eterno y un traje blanco, deslustrado y sin corbata, impropio de un inglés.

Conferencia breve como perfectamente olvidable: palabras para cubrir un compromiso comercial, de célebre speaker, de expositor bien pagado que viaja a países distantes más para cebar su tedio existencial que para prodigar su doctrina, plagada de referencias al Dios de los católicos y de diplomacia como cruzada contra infieles. Fue un político inteligente hasta que llegó a Primer Ministro. Entonces el destino, el terrorismo, su conversión religiosa o su propia egolatría lo cambió.

Bajó del estrado saludando de mano, la sonrisa congelada, el garbo natural de los hombres importantes. Lo arropamos como a una celebridad con claroscuros y lagunas de reconocimiento, pero a quien lo ampara su currículum excepcional y la controversia de sus decisiones, que al cabo, en su momento, nos incumbieron a todos.

Y entonces, al calor de sus anfitriones, por más de diez minutos desplegó sin que viniese a cuento sus dotes de cautivador nato. Sedujo, pero con lamentos. Impresionó, pero con reclamos. “La oposición política quiere que te marches para ocupar tu puesto. Se alían con los intereses particulares. Contraatacan”.

Su rostro afilado se pone colorado: “Estás tú, el líder, lleno de genuino deseo de hacer el bien, piensas: tenemos un desacuerdo, vamos a discutirlo razonando. Pero no es así. Distorsionan tu argumento; malinterpretan tus motivos; se burlan de tu sinceridad. Van por ti con una vehemencia, un veneno, que te deja tambaleando. Te sientes espantado, ofendido, pero sobre todo sorprendido por ello”.

Los mexicanos solemos asentir en las charlas a lo que dice nuestro invitado extranjero. Da igual si no estamos de acuerdo con él, o si no compartimos su punto de vista; movemos la cabeza con suavidad, de arriba a abajo, dando la razón al invitado por cordialidad y cortesía. “Piensas que has llegado a una sociedad donde se debate, pero de repente descubres que estás en una jaula con un boxeador sin guantes, y que afuera hay una turbamulta haciendo apuestas sobre lo que vas a durar”. Flotó una interrogante que nadie se atrevía a articular en pregunta concreta: ¿y entonces qué hiciste?

“En el momento en que decides, divides. Sin embargo, yo calculaba el malestar, lo calibraba, comprendía sus dimensiones, evaluaba su magnitud, paliaba sus consecuencias. Y así, me acostumbré a las burlas, empecé a desarrollar la coraza de una indiferencia casi total a las disputas, que es tan peligrosa en un líder y al mismo tiempo tan necesaria para la supervivencia”.

Eso lo dijo él, estadista del Primer Mundo, en un país donde los abusos son el paisaje natural en la administración de justicia; donde las vejaciones a los ciudadanos son recurrentes, donde se manipulan las pruebas para condenar a un inculpado, y en cambio, se deja libre de buenas a primeras a las amantes francesas de los secuestradores, para que puedan marcharse felices y campantes en el próximo vuelo a París.

En estos casos no nos cabe formarnos una coraza de indiferencia casi total a la arbitrariedad del gobernante. Estamos maniatados, amordazados, en una jaula frente a un boxeador sin guantes, que por conveniencia suya obstruye cualquier reforma a la impartición de justicia.

Por todo lo anterior, me contuve en decirle a Tony Blair, el ex Primer Ministro inglés, lo que en el fondo no era la opinión de todos los presentes a su conferencia: ¿Y si fueran ustedes, los gobernantes, los que mandan, no las víctimas, sino los boxeadores sin guantes? Porque si a esas vamos, Mister Blair, somos nosotros los ciudadanos quienes tenemos que aguantarlos. Y seguimos atentos a las quejas ególatras de cualquier celebridad que viene a contarnos sus falsos sacrificios en el vergonzoso oficio de gobernar.

 

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