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1876 6 Julio 2015

 

 

Porfirio Díaz: así pasen cien años
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Porfirio Díaz murió en el exilio hace 100 años. En México decimos despreciar a los hombres de poder, pero su presencia irradia cierta fascinación: forjamos celebridades hasta de los gobernantes más siniestros.

Tres años antes de su muerte, el 9 de noviembre de 1912, en París, charlan fríamente Díaz y su ex Secretario de Hacienda, José Yves Limantour, quien intenta defenderse tras ser difamado con su ex patrón. 

Limantour viste como siempre de levita: es un científico que no se inmuta ni cuando se siente acorralado. Engominado su bigote entrecano a la Káiser y altivo como una estatua de mármol, repite lo que semanas antes había escrito al ex dictador: “Disculpe, Porfirio, pero no son explicaciones vanas a una difamación. Son especies calumniosas que circularon en corrillos y que nacieron de la boca de su médico de cabecera, Francisco Vázquez Gómez. Cree o finge creer en la estúpida fábula de mi supuesta traición a usted”.

Don Porfirio se sienta en una poltrona, a escasos metros del camastro donde agoniza su amigo Ramón Corral. Viste un traje de casimir bajo un gabán negro con solapa de terciopelo. Ha dejado colgado en el perchero su sombrero de fieltro. Tienta con la mano derecha su reloj de bolsillo. Es de menor estatura que Limantour, pero su presencia imperial domina el entorno fúnebre. Sabe manejar sus dotes innatas de seductor, en especial, emitiendo sentencias tajantes, con esa voz gutural, cavernosa, que alarga reposadamente a cada frase y la mirada fija de serpiente con la que nulifica cualquier réplica a sus instrucciones. Don Porfirio, en el gobierno o en el exilio, no dialoga: ordena.

“Intentaste quedarte como Secretario de Hacienda después de mi renuncia, José”. Le protesta Díaz: “Quisiste aprovechar tu amistad con la familia Madero. Pero acabaron expulsándote de México también. Por eso no te he recibido desde mi exilio. Si estamos hoy reunidos aquí es para rendir respeto a un amigo mutuo que se nos va: Ramón Corral”.

No podrían imaginarse personalidades más antagónicas que las de Díaz y Limantour. El primero es un soldado de preparación escasa –no puede articular argumentos ni pensar en abstracto–; el segundo es egresado de las mejores escuelas de Europa. Pero el magnetismo de Díaz es sobrenatural; nadie como él para intimidar a cualquier interlocutor. Su figura infunde miedo.

“Ambas personalidades, la suya y la mía, son necesarios para gobernar un país, querido Porfirio”. Le aclara Limantour: “Fue usted mismo, con todo respeto, quien me ordenó negociar en un principio con los rebeldes, iniciar reformas políticas para contener la insurrección del señor Madero, formar el gobierno interino de nuestro incondicional León de la Barra. Yo solo acaté sus ordenes. No lo traicioné”.

Castañea la dentadura del ex Secretario de Hacienda. Guarda respeto casi sagrado al prócer. Sabe que aún en el exilio, nadie da la última palabra más que don Porfirio. Y él, José Ives, se ha saltado las reglas. O las trancas. “Ya no sigas, José, lo sé todo”. La voz cavernosa de don Porfirio sobresale en la habitación, por encima de los suspiros de Ramón Corral, que suda y alucina en la antesala de su muerte. “Me leyeron la correspondencia que tuviste con Rafael Hernández, primo en primer grado de los Madero. Ahí confiesas que querías quedarte en el gobierno de mis enemigos. Está escrito de tu puño y letra”.

¿En qué acabó aquella escena de índole privada pero histórica de 1912, en la que Porfirio Díaz increpó directamente a su ex colaborador José Yves Limantour? Ante el lecho del agonizante Ramón Corral, Díaz cambió de improviso el tema; le contó a Limantour su viaje a la España del rey Alfonso XIII y a la Alemania del Káiser Guillermo II, y su reciente visita a Los Inválidos, donde le dejaron sopesar la espada de Napoleón Bonaparte. Luego, como buenos exiliados, víctimas del mismo destierro, se frecuentaron en París muchas veces más. Juntos solían caminar por el bosque de Bologna tomados del brazo hasta la muerte de don Porfirio en 1915. José Ives Limantour lo sobrevivió 20 años, sin volver a poner un pie en México.

Moraleja: no hay infamia, ni traición, ni deslealtad que no la diluyan los grises polvos del tiempo.

 

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