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1934 24 Septiembre 2015

 

 

Las guerrillas chihuahuenses de los 60 [Parte I]
Víctor Orozco

 

Serie especial por el 50 aniversario del ataque al cuartel de Madera

Chihuahua.- Introducción. Quise escribir este ensayo sin sujetar el texto a los usuales apartados que definen primero los antecedentes, algún capítulo económico, fases, etcétera. Está expuesto a la manera de reflexiones que se entrelazan con hechos, datos, personajes.

Me pareció que su lectura podría ser menos tediosa para todo mundo, incluso para quienes se inclinan por rigores académicos. Lo recupero ahora para los lectores de 15diario como una contribución al conocimiento de hechos importantes ocurridos en la historia contemporánea de Chihuahua y de México, en el 50 aniversario del asalto al cuartel de Ciudad Madera.

El propósito es arrojar un poco de luz sobre un movimiento social y armado hasta hoy poco conocido en México: el del estado de Chihuahua durante la década de 1960. No obstante que en la historia local forma parte de un hito histórico en el que se articulan hondas transformaciones en todos los ámbitos de la vida colectiva y que clausuran una etapa entre 1970 y 1980, en el ámbito nacional es escasamente conocido y prácticamente ignorado en el internacional.* A no ser porque años después de 1965 y 1968 cuando cayó el último grupo de este movimiento, una nueva organización guerrillera se denominó: “Liga Comunista 23 de Septiembre”, recuperando la fecha del ataque al Cuartel de Madera, pocos guardarían memoria del acontecimiento.

Esta lucha guerrillera de Chihuahua debía ser materia de trabajo exclusivamente de los historiadores y no de los analistas políticos, considerando el gigantesco cambio que experimentó el país y en especial esta entidad federativa durante los últimos cuarenta años. De no mediar el alzamiento zapatista de 1994, el asunto tendría que enfocarse sólo a través del prisma de la historia, para tratar de reconstruir y explicar este pasado. Sin embargo, los indígenas chiapanecos pusieron otra vez –entre otros– el debate sobre la táctica guerrillera en el México de hoy. Quizá las condiciones de Chiapas se parecen a las de Chihuahua en 1960, con sus latifundios, sus guardias blancas, sus generales-gobernadores, etcétera. El hecho es que no podemos todavía y después de todo, cerrar este capítulo en México.

PRIMER ACTO DE LA TRAGEDIA
1965: La guerrilla de Arturo Gámiz

La reunión y los apoyadores urbanos
Era el 16 o 17 de septiembre de 1965. En una casa del barrio del Santo Niño en la ciudad de Chihuahua, estaban reunidos unos veinte individuos. Varios de ellos iban armados con rifles y pistolas de diversos calibres y marcas. Habría entre todos dos o tres mujeres. El de mayor edad aparentaba unos cuarenta años. La mayoría frisaba los veinte. Hablaba un tipo delgado, de mediana estatura, quizá de 28 o 30 años. Dijo un discurso largo, sin extraviarse en vericuetos conceptuales. En síntesis, explicó que había llegado el momento que los presentes y muchos más que no estaban allí esperaban y buscaban. Había sonado la hora de la lucha armada. Alguno recordó la frase de José Martí: “Es la hora de los hornos y no se ha de ver más que la luz”. Es probable que la escucharan en la voz de Fidel Castro, cuando proclamaba una de las declaraciones de La Habana, que oían en la radio, azorados y exaltados, los militantes del grupo político estudiantil al que pertenecían. Arturo Gámiz terminó su discurso. Carraspeó y aclaró que se le había olvidado algo.

“Si alguno está pensando que vamos a atacar al Ejército y luego podremos ocultarnos, vale más que se olvide de la guerrilla. No hay un solo lugar en toda la sierra a donde podamos ir que el Ejército no pueda entrar. Es tiempo pues de decir que no. También les digo que aquellos que están pensando quedarse en la ciudad para hacer el trabajo de las brigadas urbanas será tranquilo y sin riesgos, están equivocados, que los peligros serán aún mayores pues van a tener a todos los perros tras ustedes. Si quieren, igualmente es el último momento para decir no le entro”.

Otra vez, a uno de los presentes le vino a la memoria un episodio lejano, ocurrido cerca de un siglo antes, cuando Juan Mata Ortiz, sitiado por los apaches de Jú, reunió a sus hombres y en tono de reto les dijo: “Si alguno por equivocación se puso las naguas de su mujer, que se regrese a cambiarlas por los pantalones”. En esta ocasión, no se produjo la grosera respuesta del presunto aludido: “Chinga tu madre, Juan”.

No hubo otras palabras. Enseguida, la flamante “brigada urbana” compuesta por tres hombres y una mujer, bajo el mando de Óscar González Eguiarte, fue reunida e instruida por Pablo Gómez. El primer trabajo que debía ejecutar era hacerse cargo del chofer de un taxi que habían secuestrado en Torreón para trasladarse a Chihuahua. El carro estaba estacionado frente a la casa y en el asiento trasero roncaba un hombre atado de pies y manos. Parecía que despertaba en ese momento y Gómez, que era médico, le habló para tranquilizarlo y enseguida le puso una inyección, que contenía un nuevo somnífero. Los tres de la brigada urbana subieron al automóvil y se dirigieron a una pequeña casa en la colonia Industrial, cerca de Santo Niño. Faltaba poco tiempo para que amaneciera, así que se apresuraron a bajar al hombre, cargándolo en vilo. Lo metieron a uno de los pequeños cuartos y se turnaron para tenerlo a la vista las 24 horas. Las órdenes eran claras y sencillas: debían tratarlo de la mejor manera posible, conseguir dinero para pagarle por sus servicios y ponerlo en libertad cuando se les avisara. El hombre no debería verles nunca las caras, así que debería permanecer con los ojos vendados todo el tiempo.

Los días de esa semana se volvieron largos e interminables para los de la brigada. Cada uno de ellos vigilaba por lapsos iguales al prisionero, cada uno acudía a las clases o a su trabajo como podía. En una ocasión estaban presentes dos de ellos en la noche y acordaron relevarse para dormir. Cuando el beneficiado abrió los ojos, vio al hombre sin la venda, mirándolo. Su compañero estaba en la otra pieza, leyendo el periódico. La tensión nerviosa y el acto mismo que le pareció de una enorme irresponsabilidad, les provocó una indignación que fue en aumento y que no se redujo a pesar de que se desahogó mentándole la madre a su camarada. Jamás le perdonó el descuido. Todo ese tiempo platicaron con José, que era el nombre del taxista. Le aseguraron que no le harían ningún daño y que no se preocupara, que incluso le pagarían su trabajo. El hombre no creía y lloraba quedamente, suplicando por sus hijos y su esposa. Quizá no les escuchaba nada que se pareciera a delincuentes ordinarios o a gente del hampa, que él conocía más o menos de cerca en Torreón, pues fue cobrando confianza y hasta se reía con sus propias anécdotas.

La penúltima noche, decidieron trasladarse a otra casa, en la colonia Campesina, porque serían figuraciones o no, pero les pareció ver gente sospechosa en la cuadra. La mujer tenía en aquel sitio a un contacto y amigo, participante en las tomas de tierras que se habían organizado en los últimos años. El recorrido no tuvo problemas hasta que, frente al Paseo Bolívar, al viejo carro que consiguieron prestado se le ponchó una llanta. El prisionero iba despierto, acostado en el piso del asiento trasero, tapado con una cobija. Apenas estaban sacando la llanta extra y la herramienta cuando un solícito jeep de la Policía Municipal se detuvo y el agente les preguntó si necesitaban ayuda. Nadie respiraba casi, mientras que uno contestó con voz ronca, “no, gracias”. Todavía el otro policía hizo otra pregunta que ni siquiera entendieron, pero luego se marcharon. Nadie habló hasta que llegaron a la nueva casa. El campesino resultó que era menos novato y más despiadado, tuvo la ocurrencia de preguntarle a la mujer si había que matar al hombre, “porque orita no tenía pistola, pero que la podía conseguir”. Todo en voz alta, de manera que el pobre chofer no durmió esa noche ni al siguiente día.

El compromiso era pagarle y pagarle bien, así que los estudiantes se dedicaron a pedir cooperación en la universidad a profesores “de izquierda” o simpatizantes. Al fin lograron reunir una buena cantidad. Discutieron y argumentaron sobre el precio de los servicios, pues el chofer todo lo que pedía era que lo dejaran y ni se preocuparan por el dinero. Una noche, llevaron a José a uno de los barrios elegantes de la ciudad, en la Avenida Zarco y le entregaron dos mil doscientos pesos, lo bajaron vendado y le exigieron que no se quitara el trapo de los ojos hasta que pasaran por lo menos quince minutos. No le pidieron que no fuera a la policía, pues en todo caso, pensaron, no podemos hacer nada si decide hacerlo.

En Torreón se investigaba ya la desaparición de José y del automóvil, que fue encontrado esa misma semana en un camino cercano a Ciudad Guerrero, rumbo a Ciudad Madera. El chofer fue a la policía o ésta lo detuvo, el hecho es que pudo narrar todo lo que le sucedió, sin evitarse los elogios a sus captores que le hablaron de sus ilusiones y le pagaron “hasta de más”. “Se sentían muy buenos muchachos”, concluyó.

[CONTINUARÁ...]

* Por ejemplo, José Agustín, en su Tragicomedia de la vida mexicana, ubica el hecho en 1967, después del alzamiento de Genaro Vázquez Rojas en el estado de Guerrero.

 

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