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1940 2 Octubre 2015

 

 

Los héroes nuestros [Parte II]
Cris Villarreal Navarro

 

McAllen.- Secretamente enamorada. De no haber sido masacrado impunemente esa noche infame de enero del 72, Jesús Rodolfo tendría hoy 64 años. Rosa Albina lo describe como un muchacho muy callado y muy serio, un excelente estudiante. Ricardo Morales Pinal lo relata en un reciente artículo que publicó en 15diario, durante el último asalto bancario en que participó:

“Recuerdo a Jesús Rodolfo Rivera Gámiz al momento de la acción: sereno, silencioso y efectivo para mantener el control.”

Así también lo recuerdo yo. Introspectivo. Pantalones de mezclilla azul añil, jompa celeste, aureola de intelectual de izquierda, muy sobrio él, mirada fría, aire enigmático, presencia carismática que magnetizaba. Todo ello, aunado a su parecido con Alain Delon, en sus años jóvenes, no era para dejar indiferente a cualquier muchacha de su entorno. Yo, de Jesús Rodolfo estuve secretamente enamorada. Fue un amor platónico. Sólo una vez hablé con él, cuando un amigo común nos presentó en la puerta norte del Colegio Civil, después de una conferencia en la Escuela de Verano y que yo registro, con gran optimismo, en un diario que llevé todo el año 70 y en donde lo menciono 16 veces.

Desde antes de ser presentados, cada vez que ocurría un esporádico encuentro en algún evento del Instituto Mexicano Cubano, en una manifestación, en la librería Cosmos, en algún cineclub, en el Teatro de la República, para mí constituía un día de fiesta emocional y el aura de su presencia me acompañaba los días subsecuentes. Contemplar, aunque fuera de lejos, su fina estampa me alegraba la vida, me ayudaba a vivir. La última vez que lo vi fue en una fiestecita que Rebeca, una compañera del Taller de Teatro Universitario que dirigía Paco Sifuentes, organizó en una casa colonial por el Barrio Antiguo. Bailando con un compañero de repente se iluminó la noche cuando lo vi sentado en una banca que daba al jardín central interior. Estaba con otro muchacho y casualmente, de reojo, dirigía la vista a la reunión. Me vio y lo vi. Al terminar la pieza me senté con la vaga ilusión de que se acercara. Como solía suceder, una vez más me ignoró y todo quedó en otro encuentro inacabado. La próxima vez que vi a Rebeca le pregunté por él. Me dijo que la fiesta había sido en la casa de una tía suya que tenía una casa de asistencia, seguramente, me dijo, ese muchacho se hospedaba ahí. Jesús Rodolfo era un estudiante foráneo, originario de San Pedro de las Colonias, Coahuila, pero con residencia en Torreón, donde vivía su madre viuda, según narra Rosa Alvina en su libro.

Si bien a nuestro gran combatiente Raúl Ramos Zavala pudimos, masivamente, acompañarlo a su última morada y despedirlo con un apoteótico homenaje, que obviamente fue ignorado por los medios, en el caso de nuestro inefable Jesús Rodolfo no supimos el destino de sus restos. Su asesinato, perpetrado por el Estado, fue cubierto en la nota roja de los periódicos, ni una esquela fue publicada para honrar su memoria. Colocar una placa junto a la puerta del departamento 34, edificio 7 de los Constitución, en donde cayó acribillado estaba fuera de nuestras posibilidades. Para que su máximo sacrificio no quedara desapercibido, un grupo de compañeros decidimos ofrendarle un homenaje.

Por esos años trabajaba en la Rectoría en el D.E.U. como Jefa de la Biblioteca del Libro Alquilado. Dos años antes, tras alguno de esos encuentros desencantos con Jesús Rodolfo, que me dejaban con el alma herida, consigno en mi diario el 13 de agosto de 1970: “Por la mañana fui al Depto. Escolar y pretextando un error baladí obtuve permiso para revisar el archivo de Economía”. Ahí, en el folder de Jesús Rodolfo descubrí de dónde era originario y que era dos años menor que yo. Entre las formas de ingreso que había llenado estaba un sobre con varias fotografías. Como pronto empezarían a microfilmar esos archivos, sabía que una copia de la misma fotografía no era importante, así que cometí el crimen pasional de quedarme con una foto suya. De esa fotografía tamaño credencial, dos años después, mandé hacer un poster que llevé a enmarcar. Con el poster enmarcado en mano nos dirigimos a la Facultad de Economía, subimos las escaleras e irrumpimos en la Biblioteca. En la parte superior de la pared frontal estaba un cuadro de Benito Juárez, mismo que descolgamos y reemplazamos con el retrato de Jesús Rodolfo. Todo fue muy rápido. Si acaso haciendo una guardia improvisada frente a su imagen, declaramos solemnemente que por siempre viviría en nuestros corazones y que seríamos dignos portadores de su legado. Guardamos un minuto de silencio. Para cuando reaccioné uno de los compañeros había lanzado el cuadro de don Benito por la ventana, situación que terminó por alterar más al bibliotecario Antonio Joel Rojo Hernández, que vivió todo aquello como un asalto a aquel su recinto de paz y silencio que estábamos violando. No supe cuánto tiempo permaneció su imagen en la biblioteca de la que fue su escuela. Sólo quisimos dejar una leve constancia del profundo respeto y cariño que nos inspiraba e inspira este muchacho héroe, estudiante de Economía de la UANL a quien, en una cacería insensata, también mató el Estado a sus fecundos y vibrantes diecinueve años.

El año 1972 fue un parteaguas para ésta nuestra ciudad obrera, sin identidad de clase, que fue testigo, manipulado, de la respuesta armada de un grupo de jóvenes universitarios radicalizados a un régimen autoritario cebado en la represión sangrienta contra el pueblo.

También, en diciembre de este fatídico año, tras tenaces operativos de ataques violentos por parte de porros al interior del campus (que llegaron incluso a secuestrar al propio rector, ingeniero Héctor Ulises Leal), aunados a la agresiva campaña mediática difamatoria de su administración, las fuerzas corporativas regiomontanas, aliadas con algunos cuadros nefastos del Partido Comunista que operaban al interior de la Universidad, consiguieron su anhelado objetivo: deponer al último rector democrático de nuestra Universidad.

A raíz de las diatribas de El Norte contra las manifestaciones estudiantiles exigiendo la libertad de nuestros presos políticos, el ingeniero Héctor Ulises Leal, congruente con su concepción de la Universidad como un motor para transformar el panorama de desigualdad e injusticia, tomó la palestra. Tres días después del ataque a los Constitución publicaría un desplegado en el mismo periódico El Norte, defendiendo la agitada respuesta de los universitarios ante la violenta embestida contra nuestros tres compañeros y solidarizándose con ellos: “Todas estas respuestas son producto del confrontamiento de una juventud crítica con una sociedad radicalmente injusta… En última instancia, la Universidad nunca ha desconocido a sus hijos ilustres, científicos, y por lo mismo, tampoco puede moralmente desconocer a sus hijos en desgracia, aún cuando pudieran estar equivocados”.

Este año, 1972, marcaría también el virtual desmantelamiento del Movimiento Espartaquista Revolucionario que, bajo la dirección de Severo Iglesias, operó en el ámbito universitario de la UANL desde 1964. Posteriormente, algunos de sus militantes integraríamos en la mayoría de las dependencias universitarias el Grupo Compañero, de filiación sindical.

Taller literarario en El Topo
Seis años después del triple fallido asalto bancario, que desencadenaría la captura de Ricardo Morales Pinal, Jorge Ruiz Díaz, el bárbaro asalto a los Condominios Constitución y la subsecuente detención de José Luis Sierra Villarreal y Luis Ángel Garza Villarreal, me encontraría con ellos en el Penal de Topo Chico.

De 1978 a 1983 coordiné el Taller Literario El Topo, integrado en su mayoría por presos políticos. Al principio, El Topo funcionó de manera oficial, por una petición que dirigieron doce reclusos al doctor Luis Eugenio Todd, solicitud que el Rector aprobó para su formal constitución. El taller formaba parte del Instituto de Artes, dirigido por Miguel Covarrubias. Miembros destacados que publicaban regularmente en el periódico Universidad fueron Gustavo Adolfo Hirales Morán, Ricardo Morales Pinal, José Luis Sierra Villarreal, Miguel Torres Enríquez y Elías Orozco Salazar.

La membresía del taller fue felizmente fluctuante debido a la promulgación de la Ley de Amnistía de López Portillo. En el 79, con la llegada a la rectoría del doctor Alfredo Piñeyro, vino la cancelación de fondos para el Taller, con el que seguí cuatro años más coordinándolo y publicando sus textos por mi cuenta.

Posteriormente el nuevo rector cerraría al mismo Instituto de Artes y hasta el periódico Universidad, que era originalmente nuestro órgano de difusión.

La carencia de rigor, encono y enjundia con que el Estado mexicano enfrenta la guerra contra las mafias del narcotráfico, comparado con la saña, los métodos sucios y las infinitas irregularidades jurídicas con que consumó el exterminio de los movimientos guerrilleros de principios de los setentas, es otro elemento de juicio que exalta la entereza, la estatura moral y la incorruptible grandeza de espíritu de sus militantes. Por su generosidad sin límites, por haber decidido renunciar a su muy legítimo destino personal y empeñarlo, sin titubeos, a la patria; por todo lo que nos dieron: ¡Un recuerdo para ellos de gloria! ¡Un sepulcro para ellos de honor!

 

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