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2101 16 Mayo 2016

 

 

Monza 78
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Busqué el asilo a pie, caminando varias cuadras. No recordaba la dirección ni quise preguntarle a algún vecino. Tenía un par de referencias en mi memoria: la colonia Vista Hermosa, en Monterrey. La calle Venezuela o Ecuador. La nomenclatura de lámina con letra borrosa y oxidada. El herrumbre que carcome lo antiguo. Cerca de la Iglesia del Refugio.

Una colina asfaltada, casas antiguas, la mayoría construidas en los años sesenta, a punto de caerse solas, por falta de cuidados o mantenimiento. Dejé que me guiara el instinto. O algo parecido a la nostalgia. Comencé a fastidiarme: el calor, el abandono de la zona, la soledad circundante, mi falta de fe.

A punto de desistir, vencido por el calor de mayo, di con el señuelo. El único indicio que podía constatarme de que había llegado al domicilio buscado. Rodeé varias veces el vehículo para grabar en mi mente su carrocería, su elegancia deportiva de otra época.

El Chevrolet Monza que esperaba, como el cadáver de un cachalote encallado en la arena, asomando el costillar por los costados; modelo 78, cuatro cilindros, coupé, dos puertas, rojo bermejo, ensamblado en la armadora de Lowstom, Ohio, regularizado mexicano en 1982.

Buena máquina, aunque el alternador fue un calvario: durante los 80 visitó el taller mecánico decenas de veces. Dos compradores, empleados de PEMEX, se enteraron de la devaluación del peso en 1982.

Le compraron el Chevrolet Monza a un gringo, un gabacho colorado y ventrudo, que comerciaba en Reynosa; en realidad un viejo pocho abusivo que no sabía nada de la crisis económica repentina en la que se sumió México. Lo entregó a cambio de 800 dólares, al tipo de cambio anterior, de 6.12 pesos por dólar. Cuando se enteró que el dólar había subido al doble, la venta estaba saldada. A su modo de ver, le tomaron el pelo. Buscó cómo deshacer el abuso, por la buena o por la mala.

Pero los dos compradores ocultaron el vehículo en una cochera de una colonia popular, cerrada con una cadena gruesa y dos candados. Así duró guardado un par de semanas. Hasta que el pocho  aceptó resignado su derrota. Luego uno de los compradores sacó del escondite el Monza y se lo regaló a su hijo. Ese comprador era mi padre. El hijo era yo.


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