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2196 26 Septiembre 2016

 



Balada de los corazones rotos
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Carson McCullers fue la narradora del desamor. Vivió apenas cincuenta años y la mitad de ellos lo hizo postrada en una silla de ruedas por sucesivas embolias inclementes. Desde su inmovilidad física, McCullers entendió como nadie los desasosiegos de los corazones rotos.

Cualquiera pude hablar del amor: en apariencia es un sentimiento fácil de describir y aún más simple de practicar, aunque nos engañemos a nosotros mismos. Más difícil es referirnos al final del amor, ese lirio venenoso que crece en la ciénaga del alma y que punza, emponzoña, asfixia a su víctima y machaca las ganas de vivir, como bien lo supo McCullers.

En su relato Un árbol. Una roca. Una nube, McCullers ilustra el dolor del mal amor y ofrece una fórmula reparadora a tanta desdicha y sufrimiento. Ninguna víctima de ese lirio venenoso, sea amante abandonado, viudo o engañado, sale indemne después de leer esta historia cruda pero con luz al final del túnel.

El protagonista es un viejo forastero en un bar. Narra a un muchacho cómo lo abandonó su mujer: la siguió durante dos años por todas las ciudades donde vivían los hombres que la habían amado. Un itinerario de pesadilla.

Su única obsesión era que ella volviera. Pasaron los años y entró en una segunda etapa de duelo: al  tratar de recordarla, su cabeza se quedaba en blanco. “Y entonces sacaba sus fotografías y las miraba. Nada. No había nada que hacer”.

Cada cosa, cada persona que se le cruzaba por la calle la evocaba a ella: “Te confieso, muchacho, que me emborraché, forniqué, cometí cualquier pecado (...) Me avergüenza confesarlo pero así fue. Cuando recuerdo esa temporada, todo está confuso en mi mente; fue terrible”.

Hasta que llegó el quinto año. Una noche el forastero se echó en su cama, en medio de la oscuridad, “y así me vino la sabiduría”. Entendió que los seres humanos empiezan el amor al revés. Antes que a una mujer, los hombres deberían empezar a amar un árbol, una roca, una nube.

Continúa el forastero: “Cogía cualquier cosa de la calle y me la llevaba a casa. Compré un pececillo dorado y me concentré en él y lo amé. Pasaba gradualmente de una cosa a otra. Día a día iba adquiriendo esa técnica”.

Pasados seis años se volvió maestro de su método. Ya podía amarlo todo: “Veo una calle llena de gente y una luz hermosa entra dentro de mí. Miro un pájaro en el cielo o me encuentro con un viajero en el camino. Cualquier cosa o cualquier persona. Todos desconocidos y todos amados”.

Carson McCullers no predicó con el ejemplo: jamás aplicó en su vida el método de amar todas las cosas del mundo, en vez de conformarse con desear a un amante para que fuera en exclusiva su pareja. No vivió lo que en el budismo zen se conoce como satori: la iluminación interior, que rebasa cualquier estado de conciencia. Murió de cáncer, parapléjica en 1962.

Tampoco quien escribe estas línea y que nació siete años después de muerta McCullers, piensa atenerse al método del forastero del cuento, obcecado en creer que el amor es buscar ese oscuro objeto del deseo, aunque nos rompa tarde o temprano el corazón, órgano tan frágil y a la vez tan poderoso para provocar desdichas... si uno así lo quiere.

 

 

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