La sonrisa del sociópata
Eloy Garza González

Monterrey.- Los sociópatas suelen ser seductores. Cuando son gobernantes, o aspiran a serlo, sus fans (más que simpatizantes) intuyen que el ídolo, en el fondo, no muestra empatía por ellos, ni remordimiento por sus acciones, pero lo siguen con apego irracional. ¿Por qué? Simple: un sociópata busca la aprobación general, la veneración colectiva, la sumisión psíquica de la gente a sus caprichos, a sus excesos, a sus chifladuras.

No todos los populistas son sociópatas, pero no hay sociópata que no sea populista. Tienen la autoestima tan distorsionada, que se alimentan de la búsqueda constante de aprobación popular. Quieren que su hedonismo sea una copia fiel de los placeres más secretos de la gente. Su egolatría es tan irrefrenable, tan fuera de lugar, tan histriónica, que se vuelven simpáticos para los demás.

Sin embargo, ese afán inagotable de controlar a las masas, de someterlas por la buena o por la mala a sus designios de manera consciente pero sin la mínima culpabilidad, convierten a un sociópata en un gobernante peligroso. Su carisma se torna amenazante, su seducción es un riesgo para los gobernados. La necesidad de satisfacer su vanidad, su narcisismo, hace que no le importen los métodos para conseguir sus fines personales: el sociópata no vive para los otros; los otros viven para el sociópata.

Silvio Berlusconi es un sociópata. También lo fue Hugo Chávez hasta el último día de su vida. Sin duda lo es Donald Trump. La búsqueda de placer personal de estos gobernantes, suele derivar en violaciones a los códigos de convivencia colectiva. Son personalidades atrayentes, atractivas, al mismo tiempo que impredecibles e impulsivos; no se marcan límites y por eso son tan entretenidos. Divertidos hasta que embisten, extrovertidos hasta soltar zarpazos y mordiscos indiscriminadamente. Son broncos, independientes y multiplican su ego en cada resquicio de la vida social, incluso en las marcas de tequila y de vino tinto.