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He dicho repetidamente que hay que salir a votar, no sólo porque es un deber ciudadano –el no hacerlo trae como consecuencia la suspensión, por un año, de la calidad de ciudadano conforme a los artículos 37 y 38 de nuestra Constitución- sino porque en un escenario de abstención, gana el candidato del partido que opera mejor, el día de la jornada electoral, su aparato de acarreo clientelar de votos duros, comprados y cooptados.
          Pero, democracia no es sólo el poder votar, no basta que el sufragio cuente y que sea bien contado como supone el IFE quien, aprovechando nuestra escasa cultura política, nos bombardea de mensajes para que  saquemos la credencial de elector y vayamos a votar, como si sólo en eso consistiera la democracia y como si ésa fuera la única forma de participar.
          En un claro y bien argumentado artículo, publicado en este espacio el pasado miércoles, María Elena Padilla, nos invita a pensar en la mejor forma de manifestar nuestro repudio ante el excesivo e inoportuno gasto en el  proceso electoral y la pobreza de su oferta en la contienda, sin que signifique un retroceso o pérdida de ciudadanización.
Tiene razón, no sólo en la difícil tarea de decidir por quién votar tanto nivel federal como en el estatal y municipal, sino en la duda sobre si, visto el envilecimiento del sistema de representación de los partidos y sus candidatos, vale la pena votar.
¿Se merecen acaso, los candidatos para todos los cargos de elección popular y sus partidos, que con nuestros votos legitimemos un proceso en el que, en la mayoría de los casos, se limitan designar personas que no sólo no se lo ganaron, porque nada hicieron al respecto, sino que son dignas del repudio social y hasta de juicios penales o de responsabilidad? Creo que no. Y ahora, conforme van surgiendo los nombres de los ungidos, me surgen más dudas sobre si vale la pena votar.
 Si no cometemos el error de divorciar a la política de un mínimo de principios éticos para no parecernos a los candidatos, por pragmáticos que seamos los electores, tenemos que partir del principio de que el voto no se da, ni se vende, ni se compromete, ni se regala; por el contrario, se gana, se merece, se pide como aval de una trayectoria personal en la vida pública de ciudadano comprometido, informado, capacitado y efectivamente interesado en los asuntos públicos de la comunidad que se aspira a representar. ¿Conoces a alguno así? Si no, entonces vale la pregunta de  ¿por quien votar?
Vamos, el 5 de julio, en las elecciones federales y estatales, tendremos que optar por dar nuestro voto al candidato impuesto por la cúpula (dueño) del partido o al sucesor ungido por el antecesor; tendremos que elegir entre aquel al que se le dio un premio de consolación o el que entró en paquete combo de negociación; escogeremos entre el desprestigio de un mal administrador o la improvisación del desconocido que de la nada surgió; decidiremos entre el oscuro manejo del que engañó o la transparencia del honesto que apenas llegó; la disyuntiva se dará entre el que invierte su dinero para hacerse del poder o el que usa su poder para hacerse del dinero. Todos ellos, producto de la imposición y de la obscura negociación.
Los señalados por el dedo, nos dirán ahora que son los candidatos de unidad, no porque coincidan con la visión de futuro de la sociedad que los ciudadanos deseamos construir, tampoco porque estén de acuerdo en la definición y jerarquía de problemas sociales y en la forma de resolverlos, no, –son incapaces de poder hacerlo-  su unidad consiste en impedir que el poder político de su oligarquía partidaria se fraccione. Conservar el poder al precio que sea, es lo único que les importa.   
Ante esa falta de respeto y de opciones políticas reales, ¿qué podemos hacer? Votar en blanco es peligroso como María Elena ya advirtió, no salir a votar y quedarse en casa, en el jale o en el moll, además de que se confunde con falta de civismo, no conviene como ya se vio. ¿Y si anulamos el voto?
Se imaginan la cara que pondrían los representantes de los partidos y de los candidatos en el escrutinio, ante boletas que en repudio a los chapulines expresaran el voto a favor del “Raid mata bichos” o, ante  votos a favor del “Amefín” famoso desparasitador o, un “Váyanse todos” a boleta completa.
El mensaje de la abstención es impreciso, puede interpretarse de muchas maneras, se confunde con la apatía, no así el voto deliberadamente anulado con expresiones de repudio e inconformidad. En las actas finales el número de votos anulados habla, no los pueden ocultar ni callar. Hay que imaginar lo que harían los ahora candidatos, ocupando un cargo de elección popular ganado con menos votos que los que se anuló.
 Lo menos, acéptenlo o no, los acompañaría la falta de legitimidad. Tenemos ya, claros ejemplos de lo que pasa cuando el número de votos anulados o cuestionados supera al número de votos con los que se ganó.
 Si no obstante, resultan incapaces de entender esas claras muestra de repudio y hartazgo y nada hacen para cambiar, y tampoco entienden que sin legitimidad, que sólo el pueblo da, no se puede gobernar, al menos nos habremos divertido dando rienda suelta a nuestro ingenio ante la imposibilidad de cambiar sus sucios modos de querer representar. A nosotros, nos quedan otras formas de participar.
Todavía no tomo la decisión. La tendríamos que compartir un número importante de hartados electores. Tenemos tiempo. No se diga, todavía, que promuevo la anulación del voto, aunque ganas no me faltan. Todos los días, surge una nueva provocación. A ver hasta donde aguantamos.
También opino que en Nuevo León, debió votar el PAN y no Michoacán.                                                                                                                                                      

claudiotapia@prodigy.net.mx  

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