580
14 de julio de 2010
15l
Google
 


 

El río que no parece

Lidy Adler

 

En el lecho de un río que no parece río, enmarcado por las agrestes montañas de la Huasteca, que de tanta piedra hasta duele verlas, se instaló en marzo de este año la feria de las flores. Como cada año, decenas de oferentes provenientes de diversos estados de la república vienen con sus flores y plantas.

 

El lecho del río Santa Catarina, que en septiembre de 1988 recordó a quien quisiera oírlo que aún podía llevar agua, arrasando viviendas precarias, mobiliario, animales, autobuses y personas por la fuerza del huracán Gilberto, los acoge. Allí montan sus toldos y durante todo el mes, exhiben y venden toda clase de flores, arbustos, hierbas y cactáceas. Y como si en Monterrey  el termómetro no marcara más de 40 grados centígrados en verano, los clientes llevan felices sus flores esperando que sobrevivan al intenso calor.

 

De pronto algún vendedor arregla sus macetas semejando esos jardines franceses en los que las flores forman hileras o semi círculos perfectamente ordenados, con un color diferente en cada hilera. Otro nos trae la selva tropical en su espacio de dos por tres metros, con enormes palmeras y la venta de cocos y agua de coco. No faltan los churros calientitos Lolita, esos largueros de masa frita azucarada, ni las paletas que algún heladero lleva en su carrito.

 

Adán, que viene desde Guanajuato, tiene su puesto muy acondicionado con un privadito hecho con las lonas, donde se queda a dormir. Y hasta su tele se trajo para que lo acompañara en las largas horas en las que permanece lejos de su terruño. Todo un paraíso.

 

Los niños de la zona han encontrado cómo hacer negocio durante el tiempo que dura la feria: Gerardo anda empujando una carretilla que le prestó su abuelo, y ahí lleva las plantas que alguien compró, esperando recibir una propina, “lo que quieran dar”.

 


Javier trae un carrito de súper, dice que se lo encontró por ahí, aunque no hay ningún supermercado en la zona. Anda vendiendo ristras de ajo y ayudando a la gente a cargar su mercancía. Le ayuda a su padre, quien se dedica ahora a la venta de ajos, aunque antes era corredor de apuestas de peleas de gallo en un palenque “y ganaba mucha lana, porque sacaba el 10% de cada apuesta, imagínese si apostaban un millón lo que le tocaba, pero después empezó a entender cosas de la vida, que se arriesgaba bastante porque los narcos le exigían mucho dinero y le decían: o me traes el cheque o te mato”.

 

A sus doce años dice que de grande quiere ser mecánico, pero no sabe si se podrá “porque ahora las cosas están difíciles, pero es mejor así porque mi papá ya no se arriesga”. Y continúa contando: “hace como dos años hubo una balacera en el palenque, a lo mejor usted se acuerda, y pues andaban buscando a alguien de blanco y pues todos andaban de guayabera blanca, y a correr…”.

 

Su papá cambió porque se le acercaron unos testigos de Jehová que le hicieron entender que la vida que llevaba no era buena porque despilfarraba el dinero y andaba siempre en malas compañías. Ya no le pueden comprar todos los juguetes y la ropa que le compraban, pero ni modo. En esa época su mamá se deprimía mucho y le decía a su marido: “Viejo, ya no le hagas a eso, te van a terminar matando”.

 

Otro vende cacahuates, pepitas de calabaza y habas en una carretilla, y otro más va y viene cargando cosas en un “diablito”, esa especie de carretilla que se usa para transportar cajas.

 

Doña Julia viene de Querétaro, con paciencia y enseñando sus dientes enmarcados en oro explica cómo cuidar esas hierbas que vende: el eneldo, la hierbabuena, el tomillo, la albahaca y tantas otras. Que se riegan cada tercer día, dice, que la hierbabuena se crece mucho, y que les debe dar la resolana. Su puesto es oloroso y hace imaginar los ricos platillos que se pueden preparar con sus productos.

 

Las familias van caminando por los estrechos pasillos que quedan entre los puestos, por allí pasan dos mujeres planeando cómo van a decorar su jardín, más allá una señora mostrándole a su hijo las flores.

 

Y así, entre buganvilias, azaleas, pinos, palmas, rosas y orquídeas, la tarde va acabando, el cielo se tiñe de naranja y parece que el desierto puede florecer, que la furia del río ha sido domada, que las personas, como el padre de Javier, por fin entienden las cosas de la vida y que todo es tan bello como una planta recién regada.

 

Cuatro meses después, el río despertó de nuevo. Quién dijera que alguna vez hubo ahí flores, plantas, churros y paletas. Sólo falta que recordemos que eso que ya no parece río, lo sigue siendo.

 

 

Para compartir, enviar o imprimir este texto,pulse alguno de los siguientes iconos:

¿Desea dar su opinión?

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 

   

araind

 

mujind

 

p79ind

 

Para suscripción gratuita: