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1103 17 Julio 2012

 

Zurcido invisible
Gerson Gómez

Monterrey.- El veinte, en la panza de la alcancía del cerebro y de la desilusión, en Concepción, le cayó a los quince años: su padre, quien le dio el apellido y los estudios en las escuelas privadas, en realidad no lo es y jamás lo ha sido.

Aunque conste en el acta de nacimiento expedida por la delegación Coyoacán de la ciudad de México.

El PRI vela por el bien de los ciudadanos. Dirigido por los cachorros de la revolución, pasando a la renovación moral ganando terreno.

Los tres órganos de gobierno concentrados en la capital. Dios mismo en el eje tripartita: quien se mueva, no sale en la fotografía. La caballada anda flaca, dicen.

Este es un país de engaños. De truhanes y licenciados. Se puede hacer votar a los muertos o volar a las brujas.

El engaño de sus padres ha funcionado a la perfección. Hay mucha tela de donde cortar. Pero con el zurcido invisible, ni se nota.

El sorpresivo chubasco se suelta. El temporal presiente las dificultades del entendimiento. Las dos mujeres cuentan con tiempo disponible para continuar la incipiente pesadilla familiar.

Como regalo no envuelto o anillo al dedo, regalo heredado de la abuela, mientras desayunan en los Bísquets de Álvaro Obregón, su madre conversa ligera y sin voltear a verla, embarra la mermelada sobre el pan caliente, le confiesa el pequeño detalle, casi insignificante.

A quien le llama papá, con quien su madre lleva la misma cantidad de años casada por todas las leyes, lo conoció en los pasillos de la facultad de Economía de la UNAM. Nada nuevo, supone, sin sobresaltos.

Su eterno enamorado voyerista, compañero de generación, quien sin menoscabo y valiente, le apostó a un juego con cartas marcadas.

Cuando el mundo se le vino encima con el embarazo. ¿Embarazo, dijo?
Se fueron juntos a vivir a la casa de abuela paterna. La supuesta matriarca. A la popular colonia Jardín Balbuena.

La condición para no pagar renta ni comida es de continuar estudiando. Hasta el punto de la irrupción por el alumbramiento. Luego retomaría los cursos.

Su padre, o a quien siempre le llamó papá, había convencido a Estefanía, su madre, con una siempre frase: en mi vida sólo importas tú. Lo demás no existe. El bebé en camino es una bendición.

Y había funcionado. A su manera.

Comenzó a quererlo poco a poco. Se la fue ganando con gran cantidad de detalles cursis. Hasta llevarle gallo con los mariachis de Garibaldi.
Mientras la otra figura, la etérea, se difuminó en el transcurso de las semanas.

Quien aportó el semen para la fecundación, sin rostro aún, las notas en el periódico lo mencionan como brillante catedrático de la Universidad Panamericana.

Con él me deshice de la virginidad. Me convertí en quien le transcribía las clases, ensayos y artículos por publicar. Hasta la confirmación del embarazo, donde me dijo con tranquilidad: hasta aquí llegamos chiquita. Una victoria no es para siempre. Como las derrotas tampoco son eternas.
ada
Concepción, entre enfadada y asqueada, respondió: estoy llena de sanguijuelas.

Dejó incompleto el desayuno,  a la mitad de la siguiente frase. Se abalanzo sobre los alimentos. Y salió al baño para devolver el ácido que le subía por la boca del estómago.

Busco hundirse en la ciudad, con la lluvia y toda la mierda familiar.

Justo al momento eclipsante del padre desconocido se acerca a la mesa, quien previa cita concertada, planeoó saldar la deuda con el pasado.

Concepción comenzó a despegarse de los afectos. La mandarina desgajada en piezas con sal y chile.

Convertida en la trashumante plástica, oculta en las aulas universitarias.

En el taller de extensión descubre el hermoso arte de pintar figuras de tiburones y rémoras. Transitando en mares revueltos. Esa es mi vida, les dijo a sus BF en la preparatoria.

Yo era un buen hombre, cabe decirlo, aún no la conocía.

Ni su historia convulsa o los eternos ataques nerviosos.

Entre Monterrey y la ciudad de México existen casi mil kilómetros de diferencia. En carro, en buen estado y sin detenerse mucho, sólo para ir al baño, por carretera de cuota en diez horas la transitas; por la libre, doce. En avión, sólo una hora. Maravillas de la modernidad.

Toda esa distancia nos separa.

Hasta convertirme en el reflejo de ese padre ausente: el hijo de la chingada.

 

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