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1181 2 Noviembre 2012

 

La primera vez que te besé
Gerson Gómez

Monterrey.- Perdona, le dije cuando tropecé con ella. No tenga cuidado, no me vio. Tenía razón. Mi mente puesta en pasar lista, en sortear los minutos, para largarme de ahí.

Soy maestro universitario: me he acostumbrado a escuchar todo tipo de discursos en los alrededores de los pasillos, rumbo a las aulas: de sandeces y de improvisaciones dictatoriales de la moda: vírgenes hablando de sexo y putas hablando de amor.

Mis problemas son mayores. Vienen en cascada, como en época de huracanes. Al momento de alarma. De cerrar las calles y establecer barricadas.

La dejé de amar y ella se volvió invisible. No como los fantasmas: ellos ya han vivido su vida, en este plano material: ascendido al superior.  Dejé de verla en cada uno de los rincones de la facultad. En las actividades extracurriculares.

Debemos mantener las apariencias. Ella, mi alumna con aparato para corregir la mordida, yo como su instructor. Eso no habría sucedido en otras épocas. Cada era cuenta con sus propios afanes.

Para cuando resolvimos la ruptura del código de ética, ya habíamos ido al cine, comido palomitas de maíz y tomado café en Starbucks. Riendo de la pésima actuación, lo contradictorio de la trama y los deficientes efectos especiales.

Así son las películas de terror hechas en México. 

Entonces elegíamos el complejo de salas de cine, las más lejanas de la ciudad, en la parte norte, en un sitio llamado Sun Mall.

Los miércoles de entradas al dos por uno. Lo estipulan las reglas no escritas de los enamorados.

Comenzó por llamarme osito. Por lo relumbroso de mi abdomen y lo cerrado de la barba.

En cambio, a ella, le seguí hablando por sus apellidos. Como lo hago regularmente al momento de tomar la asistencia, con tal de no perder la cabeza. Estableciendo una pared infranqueable, cayendo a pedazos en el preciso momento del primer acercamiento del beso: al sellar la suerte.

El enamoramiento resultó de lo más placentero. A cada viaje de su familia al extranjero, nos escurríamos en su habitación, con la complacencia de la asistente doméstica.

Con tal de no llevarla a mi apartamento en la zona centro, o irnos a un hotel de paso, de los muchos de Monterrey.

Es muy peligroso, le habría dicho. Además tu rostro aparece todos los fines de semana, como socialité, en la sección Sierra Madre, del periódico El Norte. Imagina el revuelto ocasionado.

A mí me corren de la escuela, me boletinan y ahora sí no voy a encontrar jamás trabajo en Monterrey. A ti, sólo te mandan a Suiza a terminar de cursar las materias de diseño de imagen y organización de eventos sociales de alto impacto.

Clases de naturaleza intensiva, asesorías, ponerse al corriente con las tareas. Más vale conserves el vientre plano, le dijo el ama de llaves. Refiriendo: a mí no me chingan, ustedes están cogiendo, no es mi problema, pero no vayas a embarazarte del maestro, como lo hiciste el verano pasado con el auxiliar de jardinería.

Seguramente el desafío de conquistar a una persona mayor pasó a segundo término en el tercer mes de estar saliendo.

Sin el mariposeo en el estómago, por la mañana, desde el momento de despertar, en la espera de llegar a la clase y ver su rostro.

Caramba.

Ya no tropezamos, ni requerimos de credencial para autentificar nuestras sombras. Pedí en rectoría el cambio de turno, a la nocturna. Establecer distancia. Poner en stand by la espera. Y no andar penando, por una alumna, quien en algún momento, a mediación del tetramestre, se volvió invisible.

 

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