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1251 11 Febrero 2013

 

El Ejército: leales y traidores
Hugo L. del Río

Monterrey.- El destino de México depende del Ejército. Vaya broma la que nos juega la Historia. La casta militar está, finalmente, constituida por hombres y, ahora también, por mujeres. Y entre ellos hay héroes y traidores, valientes y cobardes, inteligentes y estúpidos.

Hace cien años, algunos generales y civiles se rebelaron contra el gobierno constitucional de don Francisco Ignacio Madero. Triunfaron gracias a los errores –inexplicables, inconcebibles– del coahuilense.

Todo México sabía que se organizaba el golpe de Estado: el Presidente Madero estaba informado por lo menos desde diciembre de 1912; hasta Pancho Villa, recluido en prisión, al escapar, en enero de 1913, le mandó avisar al señor Madero que algunos oficiales desleales habían jurado cortarle las orejas antes del mediodía del nueve de febrero y presentarlas como trofeo de guerra a los generales Bernardo Reyes, Manuel Mondragón, Gregorio Ruiz y otros.

Varios oficiales jóvenes, atrapados entre un erróneo criterio de la disciplina y el sentido del honor, no encontraron otro camino que volarse la tapa de los sesos.

El inspector de policía, mayor López Figueroa, acompañado por Gustavo Madero, hermano del jefe de Estado, buscó en los cuarteles a Mondragón toda la noche del ocho al nueve para arrestarlo. Don Gustavo también había advertido a su hermano del motín militar. Hasta el director del Colegio Militar, teniente coronel Hernández Covarrubias –leal entre los leales– estaba informado.

En la embajada norteamericana no querían mucho a Henry Lane Wilson. Sabían que el señor Madero le negó facilidades para hacer negocios sucios; estaban enterados que HLW perpetró fraudes en Estados Unidos, era alcohólico y estaba en tratos con los sediciosos.

(Materia de otra nota: es probable que Lane Wilson haya actuado sin el consentimiento de Washington: la Administración Harding ya se iba y Woodrow Wilson aún no era Presidente. Por lo demás, la preocupación de EU se concentraba en Europa: era inminente el estallido de la gran Guerra.)

¿Por qué don Francisco Ignacio no hizo nada? Nuestro hombre no era revolucionario: miembro de la familia más rica de México, no tenía, obviamente, el mínimo interés en repartir tierras o hacer justicia a la clase obrera. Por ello licenció a las milicias revolucionarias que derrotaron a los ejércitos porfiristas: el señor Madero confiaba más en los militares profesionales que en los campesinos armados.

Mondragón y los suyos liberan a don Bernardo y al “sobrinísimo” y marchan sobre Palacio Nacional que ya había sido ocupado por
Los cadetes de la Escuela de Aspirantes (no confundir con el Colegio Militar). Pero, el grueso de la institución armada está con el gobierno civil.

El general Lauro Villar desarma a los aspirantes, recupera Palacio y cuando llegan los golpistas los recibe a balazos: ahí muere don Bernardo. Lo suyo, un suicidio digno del guerrero que combatió por la República.

Para esto, el Presidente, escoltado por los cadetes del Colegio Militar, se acerca a Palacio. Misterios de la naturaleza humana. Uno de sus escoltas, el teniente Gerardo Ríos Covarrubias, comprometido con la facción desleal, acompaña al de Coahuila y muere protegiéndolo.

Averígüelo Vargas.

El hecho es que el señor Madero se instala en Palacio mientras los desleales, en vergonzoso desorden, huyen a refugiarse en la Ciudadela, donde la guarnición, al mando del general Manuel Villarreal, los rechaza a tiros. Pero se respira traición: los ametralladoristas, instalados en la torre de la fortaleza, vuelven sus máquinas contra la tropa y los asesinan por la espalda.

Instalados ya en la ciudad armada, Mondragón y Díaz no saben qué hacer. Y es que lo único que le correspondía al Presidente era dar la orden y el arsenal hubiera caído en manos del gobierno en pocas horas. El grueso del Ejército era leal a Madero: no lo querían, pero lo aceptaban como Presidente de México. Y aquí viene otro colosal error del mandatario.

Villar estaba herido; el ministro de Guerra, general Ángel Peña, era un destacado geógrafo y cartógrafo, y nada más. Todos estaban de acuerdo en que el general Felipe Ángeles debía ocupar las dos posiciones: ministro y jefe de la Plaza. Pero tenía una estrella menos que Victoriano Huerta.

Y a quién carajos le podía importar eso, sobre todo a sabiendas de que Huerta se la pasaba hablando pestes del señor Madero y estaba en pláticas con Mondragón. Pues le importó al Presidente y por eso le dio el nombramiento a Huerta. Lo demás lo saben hasta los maestros y estudiantes de ciencias de la comunicación.

Pero, lo que importa: salvo Blanquet con su batallón y uno que otro mando, la fuerza armada se mantuvo leal a Madero. Una vez que se deshizo de Mondragón y Díaz –juego de niños para él–, Huerta escribió a todos los comandantes con mando de fuerzas en los estados: la inmensa mayoría se negaron a apoyarlo.

¿Por qué no se movilizaron en apoyo del gobierno? Hay varias razones. El Estado disponía en la ciudad de México de elementos más que suficientes para aplastar a los amotinados. Luego tenemos que entender la confusión del momento, agravada por la disciplina, tal y como la entienden los castrenses. Y habría que ver si Huerta controlaba los tramos más importantes del ferrocarril.

Más aún: al usurpador no le gustó que el jefe de la guarnición del puerto de Veracruz les diera garantías a los señores Madero y Pino Suárez, a quienes aguardaba, surto en el puerto, el crucero Cuba, enviado a solicitud de ese gran hombre a quien tanto debemos, el embajador cubano don Manuel Márquez Sterling.

Las gestiones de don Manuel tuvieron tanto eco en La Habana que al hijo del Presidente de la joven República se le designó capitán del Cuba.

¿Cómo pudo el señor Madero extraviarse en ese laberinto de errores? En lenguaje cibernético se llama Overload Input: sobrecarga de circuitos. Pero, ¿serán así de simples y explicables las fallas que hundieron a México en la tragedia? Tenemos derecho a revisar críticamente el comportamiento del, para mí, mal llamado Apóstol de la Democracia.

Don Francisco Ignacio renunció a la Presidencia de la República. Son pocos quienes lo han hecho: el Presidente de México se muere en la raya pero no dimite: no es machismo, así tienen que ser las cosas. El coahuilense no era cobarde: en 1911 participó en combates e incluso fue herido. ¿Qué le pasó? Algunos dicen que el valor y la cobardía son simples estados de ánimo. Tal vez.

En todo caso, era evidente que Huerta no podía dejar que el señor Madero saliera de México: en el extranjero, en cualquier país, hubiera preparado el contragolpe para derrocarlo a él, a Huerta. Derrocarlo y matarlo, claro. Con apoyo del nuevo gobierno de Woodrow Wilson. Y el soldadote alcohólico no quería eso. De morir o matar, mejor matar.

Pero, insistimos, ¿qué pasó con el señor Madero? Esto es lo que sabemos: tenemos que reprocharle los miles y miles y miles de mexicanos que murieron por culpa de sus errores o fragilidad espiritual.

En cuanto a las fuerzas armadas, recordemos que no son ángeles ni demonios, sino seres humanos sujetos, como todos, a pasiones enfermizas o –esperamos que éste sea el caso– formados en la cultura del honor y la lealtad. Los viejos dioses han muerto: sólo podemos depender de nosotros mismos. Como dijo Hamlet: “Me llama mi destino”.

Pie de página
¿Quién dijo que la TV regiomontana es enemiga de toda promoción cultural? Los locutores enseñan.

Hasta hace poco supe que “Los Miserables”, la primera novela con carga social no es tal cosa. Lo que escribió el hijo del general Hugo fue una comedia musical. Todos los días se aprenden cosas.

 

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