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1251 11 Febrero 2013

 

Los encapuchados
Víctor Orozco

Chihuahua.- En estos tiempos hay pocos viajeros en el país, a quienes no les haya tocado encontrarse de imprevisto a un grupo de individuos que cierran el paso a los vehículos en alguna carretera. No traen uniforme, las camionetas colocadas a los lados del camino tampoco ostentan ningún logotipo, portan armas y están cubiertos por una capucha. A saber quiénes son: delincuentes, policías ministeriales, federales, madrinas. Los inermes caminantes ni siquiera podemos verles el rostro.

Antaño, de los representantes de la ley, solamente los verdugos velaban su faz, quizá porque su labor era tenida por innoble. Fuera de ellos, asaltantes y bandidos eran los exclusivos portadores de máscaras y embozos para cometer sus trastadas. Dentro de este rango cabrían por ejemplo las pandillas que formaban el Ku Klux Klan en Estados Unidos.

Durante el día, sus miembros podían aparecer como respetables tenderos, granjeros, profesionistas y hasta pastores, pero en la noche, bajo los capirotes blancos que no dejaban ver sino los ojos, se convertían en furiosos incendiaros de viviendas y linchadores de negros, sin que nadie pudiese enterarse si experimentaban alguna emoción al escuchar los llantos y alaridos de las familias agredidas.

En los últimos años, sin embargo, se ha generalizado la práctica de esconder la cara: aparte de los delincuentes, lo hacen policías y militares. También activistas políticos y guerrilleros. Una parte del mundo, con el cual casi todos tenemos alguna conexión, se ha vuelto de pronto informe, plana, una noche en la que todos los gatos son pardos y en la cual nos movemos a tientas, dando pasos y a veces saltos en la oscuridad.

Desaparecieron los rostros y con ellos las principal seña de identidad de las personas. Y, por supuesto, la base para que un individuo asuma responsabilidades por sus acciones o bien puedan fincársele. Muchas otras relaciones o valores igualmente se están esfumando: desde y en el anonimato que proporciona la careta, se pueden desatar cualquier cantidad de ruindades, actos de crueldad, desprecios por la vida de los otros. En el sentido opuesto, las capuchas sepultan el sentido del honor o de la honestidad, la firmeza en el carácter, los afectos y los amores, en suma los distintivos más valiosos que pueden tener un hombre o una mujer.

Vale preguntarse por las razones que llevan a cada grupo o categoría a este gatopardismo (por el refrán mexicano, desde luego, no por la novela de Lampeduza) que equipara al valeroso con el cobarde, al honesto con el ladrón, al defensor de las buenas causas con el sicario.

En el ámbito de policías y delincuentes, es comprensible, lo ha sido siempre, que los segundos busquen perderse entre los sin rostro. Los asesinos y asaltantes que esperan en un recodo del camino simulando un “reten” oficial, los “tapados” que en Monterrey organizan los bloqueos al tráfico urbano para permitir la huida de sus cómplices, participan de tácticas tan viejas como las sociedades. Sin embargo, hoy adquieren nuevos significados y pueden hacerse comunes por una razón: muchos de los policías que los combaten, de igual manera se tapan la cara.

Los ciudadanos entonces acabamos por aceptar que alguien se encuentre armado y embozado en la calle sin que se le suponga un delincuente, puesto que tal vez sea un guardián de la ley. El primero se apunta así un triunfo indisputable: ha conseguido que su artimaña se generalice, puede ya mimetizarse mientras roba, mata, secuestra o extorsiona.

Por su parte, los policías velan sus facciones para evitar ser reconocidos en una guerra a muerte en la cual sus propias corporaciones han sido penetradas por el crimen. Procuran así evitar ser víctimas de venganzas y ataques de los enemigos, que bien pueden estar comiendo a su lado. Viven como lo hacían los aristócratas y mercenarios de las ciudades italianas durante los tiempos del papa Alejandro VI, de Maquiavelo y Fernando El Católico: en cualquier banquete, en cualquier salón o callejuela les pueden aguardar el veneno o el puñal.

En 1994 el subcomandante Marcos puso de moda el pasamontaña. Otros integrantes de grupos guerrilleros como el EPR le siguieron y se enfundaron con pañuelos o capuchas diversas. Los usos de las tradicionales guerrillas latinoamericanas, sobre todo de la cubana, fueron abandonados. Ni que decir de las ya remotas de la revolución mexicana, con sus dirigentes conocidos y reconocidos.

De Marcos se supo pronto su verdadero nombre, origen y demás, así que la cubierta se convirtió sobre todo en un símbolo y parte de su personalidad. De otros jefes de movimientos armados nunca se ha conocido su rostro ni sus identidades. En la táctica del ocultamiento, pesa como factor primordial la búsqueda de protección ante la persecución policiaca y militar. La capucha puede ser útil por un tiempo, desde luego, pero se convierte en una auténtica prisión política, pues acaba por establecer una barrera entre su portador y todos aquellos a quienes dice y quiere representar.

A la postre, las masas no pueden reconocer a un cuerpo sin rostro como la encarnación de uno de sus líderes. Éstos tienen que ser de carne y hueso, con nombre y apellido, como el obrero de la fábrica de muelles o la operadora de la maquila, o el universitario, o el campesino de tal o cual ranchería. Pero, el efecto de relevancia para la sociedad no reside en tales limitantes internos, sino en un peligro mayor: cualquier delincuente o provocador, de pocos o grandes alcances, puede ser un “guerrillero”. Y, usurpando hablas, fisonomías, slogans, ejecutar acciones presuntamente movidas por fines políticos. Los enmascarados guerrilleros, terminan por confundirse con los narcos, los matones, los mafiosos.

Quedan los activistas políticos. En los últimos meses hemos visto varios de sus desempeños. Uno de ellos fue el 1 de diciembre, cuando decenas de encapuchados que no se sabe de donde procedieron, convirtieron una protesta pacífica en una confrontación violenta, quemando vehículos, saqueando y destruyendo. Adolfo Gilly, examinó los hechos y recogió testimonios, concluyendo en que se trató de una bien montada provocación.

En la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, un grupo igualmente de encapuchados ha sido el sostén de las tomas violentas de instalaciones. Imposible saber si son o no estudiantes y cuáles son sus objetivos. En la UNAM de igual manera, enmascarados rompieron ventanas y se apoderaron de edificios. Ninguna de estas tácticas corresponde al movimiento estudiantil, suponiendo que ambas bandas pertenecen a uno.

En la izquierda, se ha instalado una obsecuente postura ante la práctica del enmascaramiento. El implícito del cual se parte es que los encapuchados son militantes revolucionarios o de causas populares-democráticas, de por sí. Sin más elementos de juicio que sus dichos.

En esta maraña, por ejemplo, hasta los supuestos ¿secuestradores? de Diego Fernández de Cevallos se tuvieron como radicales de izquierda, con tal de parar mientes en su artificioso discurso. Una interrogante inicial que debería plantearse es: una vez que se extienden los disfraces, ¿dónde se encuentra el control de las acciones?

Quien mueve los hilos puede estar en una oficina del estado, de gobiernos extranjeros, en un local de cenáculos fascistas. Por interés inmediato o de facción, por no ser de aquellos políticamente incorrectos, algunos en la izquierda se suman a una tendencia ingenua, cómplice, timorata y de miras cortas, que se olvida de una palabra clave en las luchas políticas: provocación. Quizá el incendio del Reichstag o la bomba en Haymarket, pudiesen recordarles algo.

Una de las reivindicaciones actuales, que ha cobrado relevancia es la de exigir transparencia en el manejo de los recursos públicos. Es así porque la mayoría aprecia mejor protegidos sus intereses allí donde impera la información abierta y libre. Ésta debe extenderse a todos los espacios: abarcar tanto a oficiales como a integrantes de organizaciones políticas y sociales.

Respecto de los primeros, uno de los comentaristas al artículo de Gilly, “La provocación del primer día”, lo resumió bien: “Todos los funcionarios públicos debieran ser plenamente identificables, portando su nombre y matrícula en uniformes y cascos, ¡incluidos los que toman las decisiones y dan las órdenes!”.

Quizá vale la pena traer a colación una anécdota (de hace medio siglo) de la cual se desprende un pertinente corolario. A don Ignacio Puchi, viejo periodista juarense, le pidió un joven su opinión acerca de un artículo que pensaba publicar con un seudónimo. La respuesta airada fue: “No, que seudónimo, ni que ocho cuartos, hay que escribir con los güevos al aire”.

 

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