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1330 31 Mayo 2013

 

Estampas Rarámuris
Víctor Orozco

Chihuahua.- Son limitadas mis experiencias con los rarámuris, a pesar de que guardo contacto con ellos desde mi primera infancia, allá en el municipio de Guerrero. El más remoto recuerdo es el de un violinista tocando “El cafetal”. También el de un arquero que cobraba veinte centavos por clavar la jara en un blanco que yo veía lejísimos. Mi madre, como buena parte de las madres chihuahuenses, cocía bebidas de gordolobo, laurel y de no se cuantas más yerbas, cada una útil para curar o prevenir enfermedades. Todas venían de la sabiduría médica que casi gratis llevaban las mujeres y los hombres rarámuris a los pueblos.

Comparto el placer de beber tesgüino con más pocos cada vez, y también el del pinole mezclado con leche. Desde joven, he viajado a la sierra Tarahumara por motivos variados: de estudio, trabajo político, para impartir alguna plática o por el puro gusto, inacabable. He inquirido largo tiempo sobre la historia de las relaciones entre mexicanos y rarámuris, pero sigo siendo un extraño al conocimiento del alma de estos últimos. Hubiera querido vivir en alguna de sus comunidades, aprender su lengua, de sus modos y capacidad de resistencia. Hube de conformarme con escudriñar en archivos y en escritos noticias y reflexiones sobre esta gran nación, que está allí, a pesar de siglos de expoliaciones.

“Los Tarahumaras, Pueblo de Estrellas y Barrancas” tituló su bello libro Carlos Montemayor. En alguna conversación le hice ver que antes los rarámuris poblaban los feraces valles de los ríos. Están en las duras y majestuosas barrancas porque allá fueron confinados. Todavía a mediados del siglo XIX numerosas comunidades sobrevivían en los pueblos cercanos de la capital del estado y a lo largo del rio Papigochi. Estaban allí antes de que llegaran los jesuitas y los redujeran en las tierras de las misiones, resistieron presiones y expulsiones, hasta que se consumó el despojo completo unos ciento cincuenta años después.

Medito esto cuando contemplo extasiado la desmesura de las Barrancas del Cobre y a una niña subida en un peñasco, como cabra montaraz. La pequeña figura apenas se destaca en el filo del peñón, quizá de doscientos metros de altura. Acerco el objetivo de la cámara y advierto que muerde una tajada de sandía. En sus diez u once años quizá empieza a comprender que su vida estará marcada por la miseria, será madre apenas comience su menstruación y de allí en adelante cargará en sus espaldas un crío tras otro. Varios morirán sin cruzar la infancia, en un ciclo de siglos. Ya no tienen a dónde ir. El destino de una buena parte de ellos son las ciudades, en las cuáles a duras penas mantienen sus comunidades, únicas defensas frente al brutal impacto del crimen, la lumpenización, el comercio sexual del que son víctimas las mujeres y la explotación económica.

Conservo otro hecho en la memoria. Allá por 1966, en mis veinte años, bajé con otros dos estudiantes la barranca de la Sinforosa, por aquella época accesible sólo a pie o a lomo de mula. Nos guió Andrés, un rarámuri que estaba preso en la cárcel de Guachochi por haber matado a su esposa en una tesgüinada. Llegamos hasta el río y nos bañamos como si estuviéramos en una playa tropical. Al otro día, emprendimos la subida y se nos acabó la comida. Le prestamos a Andrés el rifle 22 con la esperanza de que cazara algún animal. Durante las interminables horas que tardó en volver, concluimos que se había ido con el arma, y ahora ni siquiera sabíamos por dónde regresar. Gastó dos balas, llegó y nos ofreció dos pequeñas palomas que devoramos, apenas medio asadas.

Tardamos doce horas en alcanzar la cima y el rarámuri con todo el equipo a cuestas, incluyendo el rifle, nos esperaba pacientemente cada vez que caíamos rendidos de cansancio. Pensaba y pensaba: ¿cómo es que este hombre está dispuesto a retornar a la cárcel si tiene ya un rifle y nadie puede seguirlo? La única explicación es que se regía por otra moral, diferente a la nuestra. Llegamos a Guachochi a la cabaña prestada por el Instituto Nacional Indigenista, calientita, con su buena chimenea. Andrés apenas se despidió y luego tranquilamente encaminó sus pasos a la cárcel, con un frío de los mil demonios.

Ignoro cuáles serán los rasgos propios de la cultura rarámuri, fuera del idioma, defendido a capa y espada. El tema implica un hueso duro de roer y en el cual se han gastado los dientes antropólogos y toda clase de científicos sociales. Hace algunos años, participé en un debate con quienes sostenían que la acción de grupos evangelistas en la Tarahumara agredía la cultura de los rarámuris y contribuía a disolver sus comunidades. Por tanto, era correcto impedirlas. Pero entonces ¿cultura original es lo mismo que el catolicismo sui generis practicado por los rarámuris? ¿No fue también el cristianismo un elemento extraño inculcado con sangre por los misioneros y curas doctrineros? ¿Y, los rarámuris no tienen entonces la libertad religiosa que gozamos el resto de los mexicanos?

Discernir que es lo propio de las culturas y que es lo importado o prestado es por supuesto, imposible. Hace un par de años, participando en un congreso de historiadores en Quito, escuché una sesuda ponencia de un equipo que había escarbado en las tradiciones de un grupo indígena ecuatoriano. Uno de sus descubrimientos fue que estaba generalizada en ese y en otros grupos, la idea de que la mujer menstruando era impura y debía evitarse, hasta para beber de la misma fuente. Pedí la palabra y les comenté que había leído esto mismo en un libro muy antiguo, justamente la Biblia, así que podían generalizar el prejuicio mucho mas allá de los pueblos estudiados, quienes por supuesto lo recibieron de sus evangelizadores europeos. Me quedo de los rarámuris con su idioma, con su fidelidad a la comunidad, con sus herbolaria, con su espíritu de resistencia.

La sierra Tarahumara es todavía el macizo forestal explotable de mayor extensión en el país, que disminuye a ojos vistas cada vez que uno lo visita. Contemplo los creciente llanos a las afueras de Creel, San Juanito y los otros pueblos, donde apenas ayer se admiraba la cubierta de pinos. En su lugar se instala una agricultura raquítica, con tierras erosionadas y una ganadería cuyas exponentes son algunas vacas flacas que apenas sobreviven. Nos está sucediendo la tragedia de las grandes sabanas africanas, otrora pobladas por millones de antílopes, sustituidos por ganado vacuno que agotó los pastizales en una década y luego se murió de hambre, junto con sus dueños.

Otra de las caras es el turismo, actividad promisoria, siempre y cuando se abandonen los patrones destructivos del medio ambiente como ha sucedido en buena parte de los entornos naturales mexicanos de las costas caribeñas y del Pacífico. En Cancún por ejemplo, ahora hay un movimiento ciudadano para preservar la última porción de selva que han dejado los llamados desarrolladores turísticos. Quizá el futuro de esta industria esté ligado al despliegue de la ciencia y la cultura. El establecimiento de un campus de la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México en Creel, apunta luminosamente en este sentido. Allí acudimos un grupos de miembros de la UACJ la semana pasada para presentar el último volumen de la obra colectiva Chihuahua Hoy, y para hablar con sus docentes y estudiantes. Después, consideré que no podía perderme la emoción de lanzarme por la tirolesa, así que me beneficié de esta sensacional experiencia.

La Tarahumara es extensa (sesenta mil kilómetros cuadrados) y alberga un complejo mundo de interacciones de procesos naturales y humanos, poseedores de un enorme atractivo para todos los gustos e intereses. Unos quieren ir para tratar de comprender a los rarámuris, otros para contemplar nada más, otros para practicar deportes, otros para maravillarse de las formas en acantilados y rocas. Una de las más visitadas por cierto es la que tiene forma de un falo humano, gigantesco. Viajando hace algunos años en el tren, me sorprendieron el alborozo y los gritos de un puñado de turistas europeas mientras alistaban las cámaras para tomar cientos de fotos a la piedra. En nuestra última visita, una universitaria bromista la escaló para tocarla y proclamar en la cúspide: “Para que no falte en casa”. Los lugareños dicen que es el símbolo de la fertilidad, así que pensemos en esta referencia y no en otra, menos santa.

 

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