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1405 13 Septiembre 2013

 

EL CRISTALAZO
Los usos del Zócalo
Rafael Cardona

Ciudad de México.- La muy castizamente llamada Plaza de Armas o Plaza Mayor en las ciudades de traza occidental (especialmente las europeas) en México se conoce, penosamente como Zócalo, sin alusión alguna a su condición de espacio principal, ágora a veces, sitio de confluencia cívica en otras; ombligo y distribuidor del poder político y a veces (como aquí) religioso y administrativo.

Y digo vergonzosamente Zócalo, por la sencilla razón de una reminiscencia a nuestra cultura de lo mal planeado, lo no acabado, lo mal terminado o simplemente inconcluso desde los primeros pasos. Y todo eso por razones políticas.

Zócalo no es sinónimo de espacio abierto para la congregación de personas, como algunos pudieran creer. Zócalo es una pieza de albañilería, un espacio de alarifes, un basamento, una plataforma sobre la cual desplantar un rascacielos o una construcción sencilla. El diccionario lo describe como cuerpo inferior de un edificio u obra que sirve para elevar los basamentos a un mismo nivel.”

Quien sólo tiene un zócalo sobre su solar no tiene hacienda ni heredad. No tiene nada. Una plancha plana y simple, en el mejor de los casos.

Y nosotros, en ese afán de convertir lo temporal en permanente, abandonamos la construcción de un monumento a la Independencia en la Plaza de la Constitución de Cádiz, y entre los años 1843 a 1920, nada hicimos con el basamento abandonado sino darle un nombre adoptivo: la plaza del zócalo, como si eso no fuera en sí mismo otro monumento: a la cultura del descuido, el abandono, la pérdida del tiempo.

La construcción del monumento se hizo en otra época, bajo otras condiciones políticas. Santa Anna en su cuarta presidencia contrató a Lorenzo de la Hidalga; Díaz, cuando ya no pudo sujetar la caballada, ordenó finalmente la erección de la columna y la inauguró en 1910 antes de subirse al “Ipiranga” y no volver a México ni en la vida ni en la muerte.

Desde entonces esa plaza ha sido un espacio público con frecuencia secuestrado para fines privados. La demagogia le inventó pistas de hielo y un circo; la devoción costumbrista le puso tahonas y panaderías y los perredistas la volvieron altar el día de los fieles difuntos o expendio de roscas de reyes. 

El PRI la convirtió en escenario de sus grandes acarreos y cualquier opositor en escenario de sus visibles de sus visibles descontentos. Y la gente, la gente simplemente ve hasta cómo se la tornan estudio para las fotografías de 30 mil nalgatorios al aire, para regocijo de los morbosos, escándalo de los curas  y engrosamiento de los bolsillos de Spencer Tunnick. 

Hoy la Plaza no existe como tal. Sus piedras han sido ensuciadas y maltratadas. En su centro no se alza la bandera orgullosa ni se tiene certeza de su destino inmediato. Quizá la noche del grito la sorprenda en la penumbra húmeda de las tiendas de campaña y las lonas y los plásticos de colores.

Pero ante esas circunstancias esta columna se permite sugerir algunos cambios para la plancha. Si las manifestaciones no son a fin de cuentas sino ocupación física, busquemos una solución derivada de la ciencia. 

Por ejemplo: las calles circundantes podrían tener un sistema de esclusas. El pavimento, debidamente construido sobre plataformas móviles, se podría hundir hasta una profundidad de doce o quince metros, como un gran foso perimetral; llenarse de agua (preferentemente de color oscuro) como las esclusas del Canal de Panamá y de ese modo impedir la entrada (o la salida) de los manifestantes.

También se podrían alquilar cocodrilos para aprovechar el foso.

Otra solución sería colocar muros retráctiles. ¿Llegan los manifestantes? ¡Zas!, se les deja entrar y se alzan las murallas. Nadie sale. Un sitio total.

Cuando ya a algunos de ellos no los salve ni la “Cruzada contra el Hambre” se les lleva al Seguro Popular donde se terminará el trabajo. Seguramente Jonathan Swift hubiera hecho otra propuesta un poco más digestiva.

Una posibilidad más consiste en hacer en verdad una plancha del Zócalo. Pero una plancha como la de San Esteban: al rojo. Un sistema de resistencias, miles de ellas, alimentadas por millones y millones de kilovatios (no importa si el resto de la ciudad se queda a oscuras) le metería un calor de parrilla suficiente para salir de ella presurosamente o terminar todos como si fueran Cuauhtémoc en medio del martirio.

Para eso, claro, se debería cambiar el cemento de la plaza por placas de metal, con lo cual se lograría el verso de López Velarde, “…en piso metal vives al día…”

Pero como todo eso es imposible, solamente queda la anual negociación, mientras en los cuarteles nerviosos piafan los potros en espera del desfile. Y mire usted, menos mal, mientras los únicos nerviosos sean los caballos…

Pasillo

En la Cámara de Diputados, entre el vestíbulo y el Salón de Plenos, hay un tramo incierto del ancho de la sillería de los palcos inferiores y el “corral de la ignominia”. Se parece un poco al patio de cuadrillas donde los matadores se ajustan la montera y el capote antes de salir al ruedo.

En la Cámara se traspone ese espacio y se ingresa al “pasillo” imperial (en rigor se debería llamar el pasillo presidencia, pero en fin) en cuyo recorrido hasta la tribuna los Ejecutivos solían recibir aplausos y zalemas hasta el hartazgo. Ayer, cuando llegó a su comparecencia, Luis Videgaray inicio su paso por ese pasillo entre aplausos y con las banderas como fondo. Caminó por el “Pasillo Dorado”.

Lo malo, al final se iba a encontrar con Ricardo Monreal. Nada es perfecto.

 

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