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1444 7 Noviembre 2013

 

Canto de libros y esperanza
Jorge Peredo Jaime

Monterrey.- Los libreros repletos de ejemplares, me han dado lástima. Sus entrepaños vencidos por el peso de volúmenes vetustos me suplicaban jubilación. Me acerqué, tomé un ejemplar cualquiera y lo abrí; sus hojas amarillas casi crujieron, dejaron salir ese humor sui géneris al que no puedo referirme más que como olor a libro viejo.

Cruzó sus página en loca carrera una de esas arañitas comedoras de letras, la vi no con la animadversión que despierta un parásito si no con la ternura con la que miro a las buenas criaturas. Era tan pequeñita que quizá hubiera cabido en la pancita de esta letra a. Al llegar al limite de la hoja, se detuvo, no quiso lanzarse al precipicio por debajo de mis manos y regresó sobre las letras ocres de una poesía muy añeja: recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando como se pasa la vida, como se viene la muerte… tan callando.

La arañita titubeó en este último verso y luego se lanzó por los aires en un rappel asombroso. Cerré el libro y lo coloque en su correspondiente resquicio. Entonces pensé en darles reposo a esos estantes encorvados, llamé a un comprador de libros y seleccioné cerca de 500 volúmenes para abandonar mi biblioteca. Irían a parar seguramente a la calle de Guerrero donde están las librerías de usado. Antes, seleccioné a mis bienamados: esos libros que forman parte de la idiosincrasia propia y que no pueden ser desechados sin crear un daño irreversible en el andamiaje de mi autoestima, los puse a salvo.

Llegó el comprador, echó una mirada escrutadora de coyote hambriento, y antes de que yo pudiera encomiar mi mercancía, empezó a seleccionarlos en tres categorías: vendibles, medio vendibles e invendibles, exactamente a la inversa de cómo yo lo hubiera hecho. Dentro del mazo de obras salió “Triunfo”, de Michel Quoist. Sentí un pasmo al verlo y de momento creí haberlo desechado sin querer, el libro quedó en suspenso en manos del comerciante antes de ser enviado al cadalso de los invendibles.

Sentí el impulso de rescatarlo, alargué la mano y luego titubee cuando vi su lomo azul, las cuarteaduras de sus pastas, el fajo de hojas manchadas por mis dedos hace 50 años. ¿Desea conservarlo? Me preguntó el librovejero. No, está bien, le dije, pero el tipo insistió ¡vamos, no hay problema! ¡quédeselo! Miré entonces el libro y sentí que me pedía socorro desde el fondo de sus páginas. Pero no cedí. Casi me siento culpable, pero pude rebasar esta flaqueza. Adiós Triunfo de Michel Quoist, espero alguien te compre y que ilumines su vida como me la iluminaste a mi.

Pero algo extraordinario ocurrió después. Entre los libros repudiados iba uno de Rubén Darío, lo vendí sin examinarlo, tal vez por demasiado vetusto.

Varios meses después, para más precisión un 17 de agosto, día de mi aniversario de bodas sonó el teléfono, era mi hija Ximena, se le escuchaba muy excitada y llorosa. Me platicó que un amigo, había comprado un libro viejo titulado Cantos de Vida y Esperanza, tenía en su primera página una dedicatoria que rezaba: “Para Jorge y Tere en su primer aniversario de boda. Con amor Vicente Rodríguez.”

Así concluyó el periplo de aquel canto lleno de libros y esperanzas.

 

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