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1472 17 Diciembre 2013

 

Se apagan las luminarias
Hugo L. del Río

Monterrey.- Es un día de cenizas y yerbas amargas para quienes amamos el cine. Se fueron dos grandes: Peter O’Toole y Joan Fontaine. A la norteamericana sólo la recordamos los hombres de mi generación. Al irlandés loco, como lo llamaban amigos y enemigos, lo tenemos presente como el héroe frágil y, a las veces acobardado, que hizo la guerra en el desierto, navegó por los mares del Sur y encontró su destino en las selvas indochinas.

O’Toole tiene una amplia producción cinematográfica, pero de todo me quedo con “Lawrence de Arabia” y “Lord Jim”. Son sabios estos isleños de Britannia: sus actores se educan en la escuela y la tradición de Shakespeare. El de Irlanda empezó en el teatro a los 17 años, y el amor por las candilejas duró lo que su vida. El cine le dio prestigio mundial, pero lo suyo era el antiguo corral, la malignidad del público que con arte bien conducido se convertía en aplauso, y la gracia con que el actor se inclina para agradecer la más preciada recompensa.

El coronel Thomas Edward Lawrence existió: su libro “Los siete pilares de la sabiduría” es un laboratorio de tinta y papel donde los reactivos del fuego y el acero precipitan la esencia fundamental del animal humano. Lord Jim probablemente también navegó por la mar y caminó por la jungla.

Mucha gente habrá conocido Joseph Conrad; de guardia en el puente de mando, durante noches de magia, cuando la luna despierta el erotismo de las olas, el marino polaco escuchó leyendas y relaciones de navegantes y naufragios personajes y testigos de heroísmo y cobardía. “Los soñadores despiertos” escribe el coronel, “son peligrosos, ya que ejecutan sus sueños con los ojos abiertos, para hacerlos posibles”.

O’Toole pertenecía a esta clase de criaturas débiles y poderosas. ¿Fue Lawrence su mejor interpretación en la pantalla? Lo prefiero como el joven oficial subalterno quien se deja dominar por el pánico y abandona a los humores de Poseidón a los ochocientos peregrinos del “Patna”: un instante de flaqueza que paga con años y años de sufrir con la marca de cobarde grabada a fuego en la frente.

Conrad, hombre sabio, sabe que el ser abyecto se puede redimir. Y es lo que hace Tuan Jim: el precio es alto, pero vale la pena pagarlo. Rescatar la dignidad le cuesta la vida: el precio es justo. Este valeroso apocado “es uno de los nuestros”, escribe Conrad, quien algo sabía de las tempestades que estallan en el alma humana. Y de Fontaine, qué digo. Niño, la vi en la “Rebeca” de Hitchocock, en uno de los cines de mi abuelo político. Bellísima, versátil, enamorada de la vida (era, además, aviadora y chef); inglesa nacida en Japón, hermana y rival de otra gran figura: Olivia de Havilland. Caso único de dos hermanas ganadoras del Óscar.

La gente del espectáculo, lo sabía muy bien nuestro padre Cervantes, ocupa un palco de privilegio en el gran teatro del mundo. Como asienta Conrad, nos hacen soñar con los ojos abiertos y nos llevan de la mano a otros países, diversas épocas, conflictos que en Hollywood se desanudan en happy end, y que en la vida real por lo general terminan en tragedia.

“Vives envuelto en perpetua noche”, nos recuerda Edipo.

 

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