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1564 24 Abril 2014

 

La Torre Insignia de San Pedro
Eloy Garza González

Monterrey.- Con la Torre Insignia de Valle Oriente, el municipio de San Pedro tendrá para 2018 su primer rascacielos (“macroinmuebles megaaltos”, les dicen aquí los regios ignorantes): 330 metros de altura, con lo que será el edificio más alto de América Latina.

No es la primera vez que se levanta una edificación icónica con ese nombre, así que convendría cambiárselo ahora que aún se puede: en sus buenas épocas de los años sesenta y setenta, otra Torre Insignia, también llamada Banobras, adornó con su forma de prisma triangular la ciudad de México, justo en Tlatelolco, aunque su altura no rebasa los 130 metros (dimensión considerable para aquellos tiempos).

Por otro lado, 2018 no será un buen año para que los sampetrinos impresionemos al mundo con un rascacielos de tamaño “medianito”: la firma Gordon Gill Architectura inaugurará ese mismo año en Yeda, Arabia Saudita, una construcción vertical de más de un kilómetro de altura, muy por encima de los 828 metros del hasta ahora más grande del mundo: Burtj Khalifa, en Dubái. O sea, que hay que ponerle más metros a los metros, si queremos “apantallar” globalmente.

Pero toco el punto más importante: hace años, empresarios de Panamá nos llevaron orgullosos a un grupo de mexicanos a conocer el Trump Ocean Club Internacional (284 metros de altura, es decir, uno de los edificios más grandes de América Latina). Opiné entonces lo mismo que ahora: si se construyen rascacielos en un entorno de edificios de baja altura, un rascacielos suele provocar una impresión contraproducente; desagradable en vez de armónico, un parche en el cielo que opaca los alrededores y se vuelve brutal en el peor sentido de la palabra.    

De no atender el arte visual antes que su mero estiramiento, un rascacielos acaba por ser emblema de arrogancia urbana: de billetudos y no de pueblos. A cada metro de altura se le suma la vulgaridad del gigantismo. Una especie de machismo estético que, con el pecho salido y los hombros echados para atrás, reta la discreción del paisaje circundante. Si “lo bueno, breve, dos veces bueno”, como decía Gracián, entonces si lo malo, altísimo, dos veces malo. Eso, sin contar con que un edificio de esa magnitud acarrea riesgos de seguridad, ostentación económica innecesaria y concesión a las leyes de uso de suelo. No es casualidad que los chinos –ejemplo de pueblo actual con pésimo gusto arquitectónico tras siglos de excelencia como constructores– ostenten en su país más de 200 edificios tan desmesurados como feos.

En San Pedro estuvimos a punto de librarnos de ese afán de poderío visual; pero con este proyecto sumaremos un rascacielos más a los 73 construidos en el mundo, sólo en 2013, cuyas alturas rebasan los 300 metros. Lo cual no es cosa mala si cuidamos las formas y mantenemos la elegancia mesurada, advertencia preocupante en esta tierra norteña tan afecta a romper récords globales como la rosca de reyes más grande de todos los tiempos, la carne asada más concurrida que se tenga noticia y el machacado más abundante en cualquier lugar donde se cocine machacado.

Esperemos que no pase lo mismo con la arquitectura, arte tan respetable como el culinario.

 

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