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1574 8 Mayo 2014

 

Duelo al sol
Eloy Garza González

Monterrey.- ¿Piensa vivir muchos años? Evite los malos hábitos que minen su salud: no entregue sus pulmones al viacrucis del cigarro, no ingiera el veneno santificante del alcohol y no se bata a duelo con un trailero. El primer vicio no lo he contraído nunca; el segundo lo ejerzo sólo a medias y en especial cuando la compañía es femenina. Y el tercero con una vez tuve para no volverlo a hacer.

Contaré el suceso a sabiendas de que la memoria es flaca cuando la vergüenza es grande. El prólogo de esta historia fue un cerrón de tráiler al carro donde viajábamos hace muchos años mi ex novia, un amigo y yo. Bajé molesto a reclamarle al conductor. Me respondió con un golpe que esquivé como pude y que regresé por instinto. El trailero cayó noqueado. Mentiría si digo que no sentí cierto orgullo pendenciero.

Por medir la reacción de mi ex novia –que no fue de admiración sino de pena– no vi al energúmeno que salió por las puertas traseras de la caja del camión, empuñando la palanca de un gato hidráulico y decidido a vengar a su amigo. Entonces ejercí la práctica inteligente (aunque con mala fama) de salir corriendo y dejar para otra ocasión la siempre estorbosa honra.

Pues ahí me tienen dándole vueltas a mi carro; el energúmeno abanicando su palanca de fierro y mi ex novia resolviendo el problema de la mejor manera que sabía hacerlo: llorando. Fue entonces cuando mi memoria me jugó una mala pasada. Dicen que el moribundo ve correr en rápidas secuencias los pasajes de su biografía. Yo, en cambio, juro que repasé de manera simultánea los mil y un duelos que he visto, leído o escuchado a lo largo de mi vida.

Me vino a la memoria David contra Goliat, en el duelo más rápido que registra la historia (menos de dos segundos que dura la piedra lanzada de la honda del muchacho a la frente del gigante). Celebré la elegante solución de Julio César a la propuesta del general del ejército enemigo de batirse a duelo para ahorrarse la sangre de miles de soldados: “con gusto –le respondió Julio César– tenga la amabilidad de elegir usted a cualquiera de mis gladiadores”.

Evoqué al pacifista Víctor Hugo, quien tras ser conminado a un duelo, llegó a la cita con una sombrilla rosa, en señal de protesta pública. Recordé a aquellos dos tenientes del mismo regimiento del célebre cuento de Joseph Conrad, quienes solían luchar entre ellos en los intervalos de una batalla y otra, por el amor de una mujer que acaso ya habían olvidado ambos. Rememoré el duelo innombrable donde murió el hermano de Justo Sierra, por la bala de una pistola que empuñó el abuelo de Octavio Paz.

Reviví aquel western donde se enfrentan cara a cara Joseph Cotten y Gregory Peck, en “Duelo al sol”. Sin omitir aquel pleito entre tres forajidos, que acabaría a la manera clásica de enfrentamiento entre dos: Clint Eastwood y Lee Van Cleef.

Rendí homenaje a García Márquez por aquel duelo vengativo que suscitó entre Jorge Martínez de Hoyos y Enrique Rocha, justo al final del guión que escribió para la película mexicana “Tiempo de morir”. Y por supuesto alabé el cobarde acierto del escritor Mark Twain, quien para no batirse a duelo con el dueño de un periódico rival, corrió la mentira de que tenía la destreza de una puntería sin igual.

Tan ilustre retahíla de remembranzas de duelos históricos e imaginarios los cortó de cuajo mi amigo que se bajó del carro y encaró a mi oponente. Se cuadró ante el energúmeno de la palanca de fierro y recibió en plena boca un trancazo que lo depositó en el suelo, justo al lado del trailero noqueado.

Ahí quedó el incidente. Ambos duelistas recogimos a nuestros respectivos camaradas y nos despedimos caballerosamente con unas mentadas de madre que saben a gloria cuando uno las profiere con fe. Por supuesto, tuve que llevar a mi amigo a una clínica. Le pagué las seis puntadas del labio reventado. Le dije que no me interesa tener amigos heroicos y menos amigos difuntos y que para salvar el pellejo me basto yo mismo y mis pies, sin necesidad de escudos humanos.

“¿Encima me reclamas, después de salvarte la vida?”, protestó mi amigo. Días más tarde tuve que confesarle cómo en ese justo instante, en la clínica donde lo atendieron, la memoria me volvió a jugar una mala pasada, repasando simultáneamente otras imágenes históricas, cinéfilas y literarias. “¿De personajes que honran el alto valor de la amistad?”, me preguntó mi amigo. Le respondí sinceramente: “no, de personajes que tienen el mal hábito de aventarse a lo pendejo”.

 

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