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1607 24 Junio 2014

 

La mística del sexo vacío
Eloy Garza González

San Pedro Garza García.- –Fue una insensatez, pero lo hice pensando en ella, por su bien–. El veterano setentón, encorvado como bambú seco en la mesa del bar, sobrevivió a una guerra, pero no a los excesos del sexo, “que son peores, porque los cometí con mi propia mujer”, entona su letanía, una y otra vez, hasta acabarse la botella de ron añejo. Afuera del bar ladra su perro atado a una columna.

–Todo exceso es malo, menos los del falo– le digo, y el veterano arroja al suelo mi frase, como arrojaba napalm desde su avión de combate a los rebeldes de ojillos rasgados. Los bañaba con el combustible para dejarlos rígidos, como estatuas, ardiendo lentamente hasta morir. Brindo con mi vaso de ron añejo e imagino a la pobre mujer del veterano ardiendo lentamente de sexo hasta su muerte.

–¿Y la idea de ofrecer al cantante a su mujer fue de usted? –le pregunto con naturalidad. Este puertorriqueño veterano está medio pirado. El perro sigue ladrando y sale el viejo a acariciarlo. Regresa para platicar:

–Nací en Ponce, el mismo pueblo de Héctor Lavoe, el cantante de los cantantes –dice–. Llegamos el mismo año a Nueva York, cada quien por su lado. Yo entré al servicio militar y él entró a cantar en los salones latinos. Los dos nos habíamos casado con paisanas.

Le recuerdo que las boricuas son de armas tomar, fogosas y furiosas, cuando el marido se las debe. Pero esta salió modosita y bailaba en los salones con la música afroantillana del ídolo de moda. Quién sabe si en aquel entonces el cantante de los cantantes se fijó en esa joven tímida, pero despojada de prejuicios al compás de la guaracha, la guajira o el guaguancó.

–No lo sé. Pero no hubo santería que me impidiera seguir por todos lados a Lavoe. Me propuse que tuviera un romance pasajero con mi mujer. Lo hice por ella: para que se liberara de complejos.

Le explico una teoría: en aquellos años las esposas latinas o norteamericanas padecían “un malestar que no tiene nombre”, eran amas de casa abnegadas, pero sufrían de depresión y soledad, de un vacío existencial que las consumía por dentro. Así lo dedujo Betty Friedan en su libro La mística de la feminidad: la carencia de autonomía personal hacía que la mujer de clase media buscara satisfacción viendo televisión, criando hijos, o entregada a labores domésticas. Esa mística femenina terminó por dejar tristes y vacías a generaciones enteras de amas de casa recluidas entre cuatro paredes, con el alma rígida, como estatuas, ardiendo lentamente de deseos reprimidos, hasta matarlas.

–Exacto –se entusiasma el veterano, alzando su vaso de ron, mientras su perro vuelve a ladrar afuera– yo quise sacar a mi esposa de esa mística en la que se encasilla a las mujeres. Esa idea de que una señorita sólo puede dedicarse a buscar marido que la quiera y la mantenga.

–Digamos que para usted, mujer enamorada es mujer enajenada –le digo. Me desconcierta el afán de un marido por seguir al cantante de moda en los salones de baile, en los estudios de grabación, en las fiestas privadas, para convencerlo de que tuviera relaciones con su mujer.

–¿Y consiguió alguna vez que su esposa se acostara con él? –le pregunto al veterano de guerra, ansioso por saber si su mujer pudo conjurar el maleficio del “malestar que no tiene nombre”, el conflicto interior de las “contentas descontentas, que no se entienden a sí mismas”, seres humanos incompletos, como lo diagnosticó en su libro Betty Friedan.

–No –me respondió el veterano–. Era muy guapa, lindas piernas, pero Héctor Lavoe, tan mujeriego como nadie, nunca la quiso a ella. No sé por qué. Luego de muchos intentos deserté de mi plan. Y qué bueno, porque mi paisano se metió después en las drogas y el ron. Una vida disipada. Acabó con su carrera y su futuro. El sida, que se inoculó sin querer con una jeringa contaminada, inyectándose heroína, lo mató a los cuarenta y seis años. Al final, mi mujer fue cruel conmigo. Suponía que no la amaba de verdad porque la ofrecí a otro hombre y se marchó de casa. No la volví a ver. Me persiguió por décadas con su calumnia y su mentira. Supe que murió porque leí su esquela en el periódico. Nunca me valoró que lo hiciera por liberarla de eso que usted dice... “la mística de la feminidad” –termino yo la frase.

El veterano asiente con la cabeza y da cuenta de la botella de ron. Se despide de mí. Todo tiene su final y nada dura para siempre. Por el ventanal veo cómo desata a su perro de la columna y toma la calle. Lo alcanzo para formularle una última pregunta.

–Por cierto, ¿de qué murió su mujer?– El veterano sostiene la correa del perro y me contesta con su cara de cartón, el cuerpo rígido, como estatua, ardiendo lentamente hasta matar sus deseos reprimidos:

–De sida.

 

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