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1661 8 Septiembre 2014

 

 

Teoría sobre el amor y Cerati
Eloy Garza González

San Pedro Garza García.- –No hay amor, es simple compra de sexo –dice mi amigo, mientras esperamos a su presa en un bar de Monterrey. Son finales de los ochenta y yo apenas rebaso los 18 años. La muchacha se retrasa y la banda comienza a tocar “Nada personal”, de Soda Stereo, recién estrenada por Gustavo Cerati. Me gusta, aunque lo mío son las peñas y la trova con Silvio, Pablo y compañía.

“Todos los hombres pagamos por sexo”, insiste mi amigo. Levanta la voz para que pueda escucharlo yo, por encima de la música. “¿Quieres sexo? Tienes por fuerza que ofrecer algo: a las prostitutas dinero, a las chavas el cine, la cena, el bar. Ellas te recompensan con sus servicios sexuales”.

Yo en estas cosas del amor soy más convencional que mi amigo. Pero no le doy contra. Sólo le pregunto: “¿Y el matrimonio qué es para ti?” Apura su respuesta: “El marido lleva el dinero a la casa, la esposa se lo canjea por sexo o por labores domésticas. Cuando mucho, el matrimonio es un intercambio de atenciones y amabilidades. Pero sigue siendo un simple trato comercial”.

Llega la presa de mi amigo. Es una muchacha pequeña, sonriente, ojos color zafiro y anteojos de alta graduación. No se imagina en qué brazos caerá. La pobre es más joven que yo. Y más provinciana que yo. La compadezco: su pretendiente es un cerdo capitalista. Nos saluda con un beso. Y mi amigo la abraza como un pitón rodearía al pequeño ratoncito vivo. Imagino la lengua bífida salivando por el próximo manjar. La joven me tiende tímidamente la mano y dice:

–Como usted sabe, soy cantante; no pedí cita, pero quiero conocer a mi ídolo.

La señora la revisa de arriba abajo. No esconde su desconfianza como buena porteña. Ambas están de pie en el corredor de la Clínica ALCLA de Buenos Aires. Detrás de ella aguarda uno de sus dos nietos. Es un argentino con el mismo aspecto desaliñado de su padre enfermo. Transitan médicos y enfermeras. La clínica es un hormiguero de batas blancas. Cuando la joven artista le pregunta cómo sigue su hijo en coma, la mujer se enfada. “No está en coma, está dormido”. Pero no se atreve a decirle que el paciente ha pasado a un estado vegetativo. Su hijo no es conciente de la mano de su madre que le acaricia el brazo inerte, no responde a los estímulos, no altera la raya virtual de los monitores.

La anciana explica a la joven cantante en el corredor de la clínica que han pasado más de cuatro años sin que el escáner cerebral o el TAC registre algún avance en el cerebro muerto de su pibe. Pero ella, su madre, cultiva una luz de esperanza. Un hálito de optimismo. Una intuición que va más allá de la prescripción médica. Ni sus propios nietos albergan una fe como la de ella. Y sabe que llegará el día cuando desconecten al hijo del tubo endotraqueal, cuando le retiren la ventilación artificial y comience a inhalar y exhalar por sí mismo.

Entran tres enfermeras al cuarto a cumplir el ritual médico: monitorizan la presión arterial, sustituyen el catéter, la frecuencia cardiaca, hidratan la piel del paciente, mueven la postura de su cuerpo inmóvil, verifican que no aparezcan úlceras por presión. Afuera de cuidados intensivos vigila la madre, convertida en barrera humana para impedir el paso a la joven cantante. La madre se niega a recibirla. Conoce el medio artístico. Todo se reduce a un intercambio de bienes y servicios. Y acaso piensa: “Viene a visitar a mi Gustavo, me trasmite su falso pesar, pone cara triste y recibe a cambio una porción de publicidad para ella, un pequeño impulso a su carrera como contraprestación de su tiempo invertido”. De seguro su representante artístico ha convocado afuera de la clínica a la prensa. Eso es el mundo del espectáculo: un negocio sin compasión ni piedad. Puro marketing. Y el enfermo nada más es propiedad de su mamá.

–¡La vida es como es y punto; no le des tantas vueltas! –me dice mi amigo en secreto, antes de desplegar sus artes seductoras en el bar, ante su joven presa. Los ojos de ella se posan en el Casanova ebrio que pide una botella de ron. Y acecha a su presa. Le rodea la cintura. Acerca la nariz al cuello femenino. Y huele la fragancia del candor mientras repite la canción de Cerati: “Sinceramente, sería bueno tocarte”. Pero no hay amor (leo en su rostro lascivo), es simple compra de sexo. Ella se deja querer, enamorada, “cayó dormida”, como dice “Nada Personal”, y mi amigo se incorpora para bailar, se deja llevar por la canción. Y en una vuelta el galán resbala hasta dar de espaldas al suelo. Rompe su vaso de ron, rebota su cabeza en el suelo. Pero los músico no dejan de interpretar la canción. Son indiferentes al accidente: en el bar les pagan a cambio de entonar composiciones de Soda Stereo. Es un simple trato comercial. Sólo la muchacha y yo nos acercamos a ayudar a mi amigo tirado entre las mesas. Tarda en reaccionar. Temo lo peor, pero de milagro parpadea y mueve ligeramente el brazo izquierdo.

–¿Se dan cuenta? Ha sido un milagro: hace rato parpadeó y movió su brazo izquierdo.

La madre escucha incrédula al nieto. Y luego, de un instante a otro, se ilumina su esperanza. Crece su optimismo. Su intuición maternal ha vencido cualquier diagnóstico médico. Deja hablando sola a la joven cantante que pretendía visitar a su ídolo. Posa su mano en el detector dactilar y corre a cuidados intensivos de la Clínica. El nieto despide a gritos a la joven cantante y persigue a la abuela.

Un médico avanza por el pasillo con un botiquín en la mano. Se trata de un intercambio voluntario de sus servicios médicos por dinero. Así se obtienen mutuos beneficios en el negocio de la medicina, ventajas recíprocas. Revisa los signos vitales del caído, sacude la cabeza del hombre inconciente, “su cuerpo como de latex”, diría la canción “Nada Personal”; y al final, con una sonrisa contenida de alivio, se vuelve a la muchacha y a mí para decirnos:

–Por fin ha despertado.

 

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