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1675 26 Septiembre 2014

 

 

DESAPARECIDO, V
La sonrisa de Benjamín Franklin
Raúl Caballero García

El espejismo de la realidad es una ficción como la que sigue

Dallas.- La alfombra en el walk in closet estaba nomás sobrepuesta; debajo había piso de parquet entablonado, o sea que esa parte de alfombra era falsa. En el centro de la habitación había un sofá de piel así, tipo psiquiatra, pero sin brazos ni respaldo: era una banca blanca, como algunas de esas que te encuentras en las salas de los museos, delante de la obra de arte y tú te sientas porque el museo te exige, las obras de arte secuestran tu atención, te desgastan hasta que exhausto decides sentarte delante de un cuadro.

Un retrato de Lucian Freud devolviéndote la mirada encarnada. Traigo a Lucian Freud muy cerquita, ¿qué tanto hace que Aurora y yo nos adentramos en el Museo de Arte Moderno de Fort Worth atraídos por sus retratos? Un pintor que diseca el cuerpo de sus víctimas, es decir de sus modelos, les arranca a pinceladas su esencia orgánica, de esa manera transporta sus apariencias y mete en cada retrato no sólo el momento de la transportación de la realidad a la pintura sino un algo excesivo de lo humano de cada modelo que su pintura atrapa, quitándoselos. La mía -mi mirada- en ese momento era una de trastornado, de insomne, encarnada, tal como se me devolvía en uno de los espejos del walk in closet. Ahí me recluí el mismo día que leí de la balacera en Guadalajara.

Recuerdo que me acosté en esa banca y repasé mi viaje Guadalajara-Monterrey, minuto a minuto recorriendo la sinuosa carretera, por un buen, buen rato. Recuerdo que sin lograrlo buscaba recordar el rostro del administrador de no sé qué tumbado en un equipal en el Playa Royale, pero nomás lo veía en el asfalto de la calle Tezozómoc en la Ciudad del Sol, cubierto de sangre, mirando sin ver hacia la cámara del fotógrafo de nota roja que captaba la ausencia de su vida y que a mí me producía pesadillas estando despierto en esa banca de gajos blancos, poliédricos, perfectos. Era pues una especie de taburete acojinado, rectangular, donde a ratos, con frecuencia en esos días me acostaba como digo a divagar.

Ahí deduje como en una repentina revelación, chinga como si fuera importante, pero de pronto supe por qué la tipa de la tiendita, antes de pasarme al otro lado del mostrador me dijo “pérate” (literal) y yo me congelé. ¿Te acuerdas que te dije que yo me quedé congelado por un momento incalculable?, pues mi deducción es que me detuvo en tanto desconectaba las cámaras de video, o sea, no quiso salir en la película. No quiso hacer una cinta porno, ¡aaaah ja ja ja! Saqué entonces del walk in closet la otomana para poder levantar sin dificultad toda la alfombra. Enrollé el rectángulo de alfombra, lo arrastré hasta el centro de la recámara. Deslicé un poco más la banca y luego eché a un lado la alfombra enrollada. Volví al walk in closet.

En el centro del piso, a un costado del centro del piso estaban dos aldabas ocultas y digamos del otro lado, digamos como a metro y medio de las aldabas, había cuatro bisagras. Noté el dibujo invisible con forma rectangular, es decir mentalmente mi vista recorrió los contornos apenas perceptibles que las líneas paralelas de las bisagras y las aldabas dejaban escapar hasta llegar a formar sus respectivos ángulos arriba y abajo, digamos, donde alcancé a distinguir los nuevos trazos, los contornos de una puerta en el piso, ¿de una puerta sin dintel? “Una entrada”, pensé. “¡Un sótano!”, exclamé. Me quedé pensando un buen rato. No quería indagar más y al mismo tiempo no podía evitarlo. Pensé en un pasadizo o en un escondite subterráneo. Pensé en comer, te lo juro, no sé por qué de pronto sentí un hambre canina.

Tampoco supe establecer qué hora era, fue un momento de bloqueo, ¿era la medianoche o el mediodía? La luz de las lámparas en el techo no me ayudaban a discernirlo, lo cierto es que poco a poco dejé apaciguarse la curiosidad, la desesperación, y obré con mucha cautela, ¿qué tal si es una tumba clandestina, qué si hallo un montón de huesos y cráneos? “Nada, vuelvo a taparlos”, pensaba. “Ya debo largarme de aquí ¿qué me pasa?, ¿por qué no me he ido?”. Era el cuarto o quinto día, ya no estoy seguro, ¿era el tercero o el segundo luego de enterarme que el administrador de no sé qué había sido acribillado?, ¿por policías?, ¿por enemigos? La nota no lo clarificaba. Le seguía dando vueltas al asunto. Anyway. En fin.

Así descubrí esas aldabas que al jalarlas levantaban una tapa que era como una pequeña puerta. Una tapa como de metro y medio por dos, la levanté y la recargué sobre la caoba de una serie de cajones y repisas que ascendían por encima de mi estatura y que cubrían la pared de la derecha. Observo una capa de espuma de poliuretano, la levanto y aparece ante mis ojos la superficie de un tapiz apenas cubierto por celofán, así me lo pareció en un principio, un tapiz que retrataba duplicándola repetidamente la cara de Benjamín Franklin. Decenas de veces su cara, decenas de veces su sonrisa apretada, decenas de veces sus ojos, con su mirada que me inspiraba paciencia. Me quedé en un estado de hipnosis ante esa mirada que se multiplicaba wey, en serio, increíble. No lo podía creer. “¿Qué hora es?”, me repetía y sentía mis tripas gruñir rabiosamente.

Había en esa cámara secreta varias pacas con fajos de billetes de cien súper apretados en una envoltura como digo de celofán. Era un escondite, sencillamente. No había sótano ni túnel ni tumba ni nada de eso, era una cámara subterránea, un hueco como te digo de uno y medio acaso un poco más por dos o poco más o tal vez menos wey, la verdad no lo sé bien pero el hallazgo me puso de todos colores. Imagínate. Un hueco enorme repleto de rostros de Benjamín Franklin. Ora sí que no puedes imaginarte cómo me puse, sentí un vértigo inclasificable. Luego un terror o un pánico que me descontrolaba y enseguida la incredulidad llena de nervios me producía una risa histérica. Al principio no atinaba qué debía hacer. Tapar, cubrir aquel rostro apacible multiplicado tantas veces y salir corriendo de la maldita Pirámide. Había varias pacas o digamos como ladrillos del tamaño de una maleta mediana, unos bloques que se componían de otros más pequeños, cada uno con envoltura de celofán. Bloques así wey como de construcción, con fajos de cien. Ahí estaba yo sacándolos del walk in closet. El hambre feroz vociferando en mi estómago, la hora perdida, la razón dándome vueltas.

Mareado, sudando frío y caliente alternadamente, fui a la cocina y abrí primero una bolsita de fritos. Ahí estuve no sé cuánto rato, un claro intersticio entre una vida y otra, mi Twilight Zone, una transición como cuando se incendian las tardes e imperceptiblemente se vive el último hálito del sol ya caído y a partir de ahí uno se adentra a la noche, al obscurecer y sus negras entrañas. “¿Qué hora será?”, le pregunté a La Pirámide. Pero dentro de la casa el tiempo dejó de tener importancia. La recámara principal tiene un ventanal que da a una terraza, tiene una cortina automática, de uso a control remoto pues, pero todo el tiempo la mantuve cerrada. Ahora no sé si conscientemente pero el caso es que no sabía, por lo mismo, si era de día o de noche. La luz de la habitación encendida todo el tiempo. Las cortinas siempre cerradas. Toda la casa igual, sin otra realidad que su interior. Luego de un tiempo indefinido me decidí a revisar el dinero.

Pasé en la recámara contándolo no sé cuánto tiempo. Franklin era en esos momentos el tipo más simpático, el Silence Dogood más bienvenido. Un trabajo desempacar pero me impuse contarlo, obsesivamente, necesitaba saber cuánto había. ¿Por qué ahí mismo?, supongo que por loco –y La Pirámide no contradice a nadie–, ¿por qué no recogerlo y salir de ahí? Ah, pero no, ahí estaba el obseso, pendejo paranoico, delirante, desempacando y contando, uno tras otro hasta que hube descuartizado cada ladrillo, hasta el último. Asumo que mi compulsión, así, reducía mi ansiedad. No importó constatar que cada ladrillo tenía 100 billetes equivalentes a 10 mil dólares, sencillo calcular una cantidad contando los ladrillos, pero no, ahí está el desenfrenado cuente y cuente lo mismo varias veces. Fume y fume.

Cafeteando taza tras taza. El dinero desempacado comenzó a amontonarse en la recámara, la desbordó toda vez que apilaba los ladrillos sueltos aquí y allá, en el piso y los muebles, hasta parte del baño y del mismo walk in closet. Mi música tatuando el momento desde mi tableta. Siempre Billie. Day In, Day Out. Todo ese tiempo Billie. I’m A Fool To Want You. Más la Billie bluesera, la Billie del blues obscuro, la del blues más infausto como marco imperecedero de lo que me estaba ocurriendo. Just One Of Those Things. Nuestra cantante imprimiéndole otra cicatriz al alma. One For My Baby (And One More For The Road). Y uno enloqueciendo, si podemos decir así. Un millón de dólares estaba compuesto por 10 mil billetes. Un algo empalagoso en la garganta, ¿gozo?, ¿satisfacción? Ansias. Hartazgo.

Felicidad y angustia a la vez. Regocijo y agitación ante cada millón contado. Pese a todo, me quedé dormido a la mitad de un paquete, no sé cuánto tiempo, desperté sudoroso. Revisé mis apuntes en una libreta, volví a contar ese paquete. Si hubiera sabido que en la recámara de al lado había una contadora automática, apuesto que no la hubiera usado, quería contar yo mismo. El obsesivo compulsivo que habita en mí desde la infancia no iba a desaprovechar la oportunidad del trastorno. Y sin embargo ahí se dio mi transición personal, creo. Esas ocho o doce o catorce o 24 horas -whatever- contando ese dinero febrilmente me convirtieron en El Desaparecido. Pasé un buen rato en la ducha, haciendo planes, deshaciéndolos. Sin atinar a nada concreto, a nada que no fuera contar todo el dinero, cada fajo, cada ladrillo, cada paca. Ir a la cocina podía esperar. Comer, no ahora. Contar. Debía hacerlo, no sé qué me iba en ello, pero tenía que hacerlo. Todos los billetes de cien, no había mentiras, no había billetes de papel falso en medio de los fajos como había visto en las películas. ¿Me imaginas? Uf. Lo imposible sería volverlos a empacar de la misma manera. Un millón en esos billetes que tienen la mirada sonriente de Franklin cabe en una maleta regular de viaje wey.

En una de esas maletas que puedes llevar arriba del avión, puedes llevar holgadamente un millón de dólares en billetes de cien. Once millones de dólares daban un aspecto desordenado a la espaciosa recámara. Lo estaba observando medio extasiado, medio incrédulo cuando en ese momento, con toda claridad, supe que golpeaban la puerta de la calle con mucha fuerza.

 

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