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1680 3 Octubre 2014

 

 

DESAPARECIDO, VI
“Los estaba esperando”
Raúl Caballero García

En el umbral de la realidad, la ficción

Dallas.- Sí. En un momento dado (¿a qué hora?) llegaron a La Pirámide seis pelados. Dejé la recámara a medio cerrar con los millones de dólares desordenados por todas partes. Tres habían cruzado el jardín y como guardaespaldas amaestrados enfocaban hacia distintos ángulos con rifles de alto poder, uno más golpeaba la puerta. Abrí aún aturdido.

Sin embargo, la presencia inesperada no me alteraba del todo, la había imaginado de tantas formas durante esos días que ahora que veía a estos cuatro pelados en la puerta me parecía natural. Todavía no sé de dónde me salió la frase: “Los estaba esperando”. Por dentro yo estaba tan sorprendido como ellos que no se la esperaban, porque no me conocían. Supongo que no esperaban ver a nadie. Pero fue una frase tan repentina como salvadora.

–No quise tirar la puerta porque yo sabía que había alguien aquí; mis presentimientos siempre me aconsejan. –La siniestra sonrisa del Caimán quería saltar sobre mi cara. En realidad no estaba sonriendo, era una mueca que enseguida supe habitual, todo su enorme rostro cercaba el mío, con asedio, invadiéndolo con un fuerte olor a whiskey.

Explicó que llevaban más de tres horas vigilando la casa porque las luces los alertaron. No las esperaban, la esperaban a oscuras. Era ya la madrugada y la falta de movimiento los exasperó, y como no apagaba ninguna luz incluso pensaron que Chapa las había dejado encendidas. Me explicaba con una tendencia a proseguir hablando hasta que visiblemente se esforzó para guardar silencio y seguir viéndome con extrema curiosidad. Esperando que por mi parte explicara mi presencia. Dos tipos que permanecían en la puertecilla de la reja que aísla al jardín de la calle, al borde de la banqueta, recibieron la orden de volver a los autos: tres patrullas de la municipal y un Mercedes Benz. El Caimán era el único sin uniforme de policía, llevaba saco y corbata con el nudo flojo y los otros tres portaban la vestimenta de los municipales. Nos habíamos quedado a medio camino entre la puerta y el comedor, en el pasillo-recibidor, y dado el silencio que crecía me soltó impaciente, sin deshacer su mueca grosera, mostrando sus terribles dientes, torvo: “¿Quién cabrón eres?”

Yo estaba congelado de miedo, ya no había tanto aplomo, más bien era un congelamiento. Tenso, pensaba a toda velocidad: En una secuencia intermitente aparecían en mi mente todos los momentos con Chapa en Nuevo Vallarta; imágenes del dinero en el walk in closet, en la recámara, en mis manos contándolo; la foto del periódico con su cadáver; su despedida en esa misma puerta, y entre una y otra aparecían los disparates ideados en medio de mi fiebre solitaria ahí mismo en La Pirámide, que ahora cobraba una dimensión distinta, enrarecida; sentía un cosquilleo al recordar eso de las mil y una balaceras guiñándole un ojo a la Reina del Pacífico. Todo eso, paradójicamente, me calmaba, me controlaba un poco pero en la superficie estaba trabado y el Caimán a punto de reventar su impaciencia. Los otros monos nomás expectantes, duros pero chocantes, como en una escena de mafiosos ridículos ahí estaban de pie, en silencio, con sus uniformes guangos y raídos, policías fachosos, horribles, criminales, chistosos pero criminales. Feos, pues. Queriendo razonar pensaba por intervalos que el miedo se controla, que el susto es una impresión fugaz, que… “esto no es nada”. Me repetía mentalmente: “Nada, nada, un pinche susto, nomás estás asustado, suéltalo, es fugaz, el miedo nomás es descontrol. Contrólate, control cabrón, control, eso es todo, con-trol”.

–¡Control! –dije sin querer, como explicando, en voz alta. La mueca en la cara del Caimán pareció crecer ahora sí en una sonrisa, pero no era diferente a la mueca inmóvil o casi inmóvil.

–“Control” –repitió el Caimán, ¿así te dicen?, ¿esa es tu máscara?

Asentí con la cabeza de manera descontrolada.

–Me gusta –dijo y emitió una estentórea carcajada o algo que se le asimilaba entre hipos y sonidos de un respirar entrecortado, como un rugido que no lograba expresarse.

Tras su carcajada los demás parecieron relajarse, buscaron un lugar en la sala, comenzaron a desplazarse indecisos para elegir un sillón, un sofá.

–Los estaba esperando –volví a decir más perturbado que antes.

–¿De dónde sales? –preguntó mirándome otra vez de cerca, ojos borrados, mirada directa, inquisitiva, lampiño, pálido al extremo y dientes de tiburón o de piraña pero (asumí mucho después) debido a la enorme jeta cocodrilesca –esa sonrisa involuntaria con dientes que le daban un feroz perfil– se había conformado con el apodo de Caimán. No entendí la pregunta pero me urgía tranquilizarme. Contesté en automático todavía combinando respuestas a medias con mis precipitados pensamientos que buscaban un escudo protector. Mi primera respuesta fue una explicación.

–Yo me iba a quedar con la casa.

–¿Y quién te paga, de dónde sales? –insistió.

“Es fugaz, el miedo se controla, contrólate”, me dije sin querer entre dientes, en voz baja.

–Háblame alto, güero, repite lo que me estás rumiando, Control.

“Control”, repitió para dar paso a una risotada breve casi un bufido y enseguida agregó: “me gusta, nunca lo había oído en nadie”, bufó de nuevo y me puso toda su atención, expectante otra vez.

–Todo está controlado –dije sin saber lo que quería decir. Yo pago, nadie me paga, yo le pagué a Chapa –mentí buscando una puerta. ¿Me entiendes? –agregué.

Se me quedó viendo de una manera extraña. La perplejidad o la sorpresa le ganó a su intención de inquirir. De pronto medio campechano y medio arisco al mismo tiempo me golpeó el hombro derecho. Soltó otra risotada, se atragantó, escupió abruptamente a un lado de la mesa del comedor, inclinado, arqueándose, cogiendo el respaldo de una de las sillas con ambas manos en tanto yo, sin darme cuenta, me fui deslizando hasta la cabecera de la mesa.

–Sentémonos, carajo –ordenó medio abatido por el esfuerzo de toser en medio de la risa.

Uno de los policías, el más inquieto o el más metiche, acaso el que tenía mayores aspiraciones de sumergirse más en el infierno, le espetó al Caimán en cuanto éste se sentó: “La hora, Caimán, ya es hora”.

–La hora la marco yo, pendejo, ¡sácate!

Se retiró con la cabeza gacha, ladeada, ofendido o dolido. Se retiró hasta un sofá de la sala donde sus compañeros lo veían con sorna, impasibles pero con sendas sonrisas burlonas en las miradas. Sin atender las miradas de sus compañeros ni el desprecio del Caimán se me quedó viendo desde el sofá donde su hundió, como revirando sobre mí toda su carga de humillación, acaso pensando cómo desquitarse conmigo, cómo recuperar su amor propio a mis costillas, como estudiándome. La voz del Caimán me sacó de golpe de mis cavilaciones.

–A ver, una vez más, ¿de dónde sales?

–Nadie me conoce. Esa es la principal razón por la que Chapa me tuvo confianza, por eso me dejó con esta casa –dije de corrido casi sin inventar nada.

–¿Quién te paga?

–Nadie –dije a secas. Yo le iba a pagar a Chapa por esta casa. Bueno –corregí, de hecho le pagué. Pero la casa está embrujada, Chapa sigue aquí, pinche casa –dije con sinceridad y proseguí: Chapa ya me la tenía lista ¿me entiendes? –mi pregunta casi fue una súplica y seguí hablando en círculos, no podía pararme, necesitaba sentir que le daba una buena respuesta pero me enredaba cada vez más. Es una propiedad que jurídicamente ya no es, de ahora en adelante será una casa fantasma, yo no me voy a quedar con ella como sabrás, pero ella aquí va a seguir… Mientras más sumaba palabras simultáneamente me espetaba a mí mismo, en algún otro nivel mental, que la estaba cagando, que qué pendejadas estaba diciendo. El tipo me veía entre la curiosidad y un hermetismo que me hacía creer que en cualquier momento desenfundaba su pistola para desenmascararme. Seguí: Lo mismo puede permanecer en el mercado o igual me quedo con ella para que nadie la tenga, –me escuchaba a mí mismo con el falso aplomo de los mentirosos. Pero lo más conveniente es que jurídicamente desaparezca, esta colonia ya deja mucho que desear, es muy conocida, se ha convertido en pasado, ya se ha vuelto un lugar de poco valor para ti, para mí, para todos –“¿qué conjugaciones pendejas estás haciendo?”, escuchaba a mi otro yo espetándome. Chapa la bajó de rango, digo, de precio, de valor, digo… Chapa me enseñó… desde Nuevo Vallarta, cuando hablamos de la necesidad de movernos… Chapa me adelantó que me elegía a mí para… El mercado al final es lo de menos, esta casa en el ámbito jurídico… Tú sabes, antes de irse a Guadalajara, Chapa me dijo “cálala, hazte cargo” y ya ves, aquí estoy… ¿Me entiendes?

Otra vez mi pregunta era un ruego de que me entendiera quién sabe qué, de que no me madreara o no me cachara… Y tal vez algunas de esas palabras me las dictó Chapa desde el otro mundo, o tal vez brilló mi buena estrella porque pues pos el Caimán interpretó mi “¿me entiendes?” como un supuesto o como un guiño a manera de sobrentendido cotidiano, un acercamiento familiar. Otra irrupción de risa, borbotones; sin embargo, menos alterados que la anterior andanada.

“Por eso estoy aquí”, añadí como al garete, sabiéndome poco convincente.

–Entonces, ¿también tú estuviste en Nuevo Vallarta? –preguntó, pero no esperó por la respuesta. Esa zona será nuestra aunque haigan bajado al abogado. Prosiguió en un tono cada vez más campechano. Hablas como el abogado. Me caes bien, Control. Oye, tu máscara nunca la había escuchado de nadie. De nadie –repitió. Me sorprenden los jóvenes, últimamente proliferan los chavos estudiados como tú, como el abogado, pero él ya está en el otro barrio. El mundo cambia rápidamente. So, tú ibas a limpiar la casa… pos tendrás que hacerlo más en caliente; ¿ya sabes lo que le pasó a Chapa, verdad?

–Lo vi en el periódico.

–Pos sabes que esta casa está quemada, ya estaba caliente, ahora ya se quemó. Esta casa ya no nos sirve. Ya no. Bórrala, Control, bórrala como si Chapa estuviera vivo, pero más en caliente. I mean, bórrala como si nada hubiera pasado, pero más deprisa –se me quedó viendo como si quisiera ver en mi interior o como si estuviera viendo el infinito, medio ido pero mero en medio de aquí. Imaginé que estaba drogado. Apestaba a whiskey, pero no parecía pedo, y si no estaba drogado enseguida lo estuvo porque sacó un estuche, lo abrió, esparció polvo sobre la mesa, lo alineó, lo sorbió y sin ofrecer volvió a mirarme. “¿Quién sabe?” –agregó. “¿Desde cuándo haces tratos con Chapa?”.

–Desde nunca –dije en automático, sintiendo miedo de nuevo o sintiéndolo más intenso en ese momento acaso porque al cruzar la pierna en un afán de enderezarme para permanecer a la altura de las circunstancias, sentí con mi rodilla la pistola bajo la mesa.

Otro borbotón de risa por lo bajo y la mirada aguzada, entrecerrando sus ojos borrados, indescifrables. “Como el abogado”, –insistió. “¿Te la entregó limpia?”

–¿Perdón?

–La casa, carajo. ¿Te la entregó limpia?

En ese momento recordé la recámara en el piso de arriba con el dinero flotando por todas partes. Lo vi volando, posándose en las paredes, en los espejos, lo vi salir por la puerta entreabierta. Franklin flotaba divertido. Vi nítidamente el momento en que yo salía de esa habitación donde acababa de contar el dineral, vi que la dejé entreabierta en mi precipitación y alarma a causa de los golpes en la puerta principal. Vi en mis pensamientos desbocados que los policías saltaban para arrancarle al aire cada billete, las risotadas del Caimán gritándoles “¡parecen putos!” y de nuevo su voz me destrabó de mi tara mental.

–¡¿Está limpia?! –por primera vez vi en su mirada la ira, la impaciencia con visos de alteración, acaso el enojo como un destello de la furia que este pelado puede alcanzar. Si uno se asoma a su abismo seguro ve cómo es la muerte.

–Por supuesto, Chapa se portó a la altura –dije pensando todavía en un trato de arrendamiento. Hubo confianza entre nosotros, tanto tiempo –añadí ya en la mentira total.

Se recargó digamos que medio relajado, pero a la vez medio en tensión. “Este tipo es bipolar”, pensé. Y es que siempre se mantenía tenso, como esperando a cada momento que alguien lo atacara. Nunca se relajó del todo, ni con su propia cuadrilla de policías. Uno no sabe por cuál extremo se pronunciará.

–Pinche Chapa, nunca lo conocí a fondo –chorritos de risa. Pero pos en estas nunca conoces a nadie a fondo. La vida ya no es como antes –por un momento fugacísimo le vi en el rostro de cocodrilo un brillito de nostalgia o de arrepentimiento, acaso de su vieja dicha perdida en un recuerdo que duró lo que un suspiro.

–Yo tampoco –dije a secas, asustado, ¿qué seguía?, me preguntaba.

–Entonces, ¿nada de nada?

–Limpia –dije medio comprendiendo que se refería ¿al dinero?, ¿a drogas?, y mi descontrol reapareció. Aún me pregunto cómo no fue perceptible por ninguno, yo estaba en el aparador y ellos eran los mirones, observaban cada parpadeo… o debí tener la seguridad que no me conozco, la circunspección que no manejaba, o ellos me veían desde otro mundo sin entender nada, obviamente. Hay unas cajas abajo –dije señalando hacia el sótano. Nada importante.

Con la mirada mandó a uno de los uniformados. Yo acaricié la pistola. Increíble, de veras, todavía no me la creo. Sentí la cacha, metí el índice en el arquito del gatillo, toqué el gatillo, el seguro… de pronto caí en la cuenta de que no estaba seguro que estuviera cargada. Tampoco sabía el contenido de las pinches cajas ¿si tienen droga o más dinero? Me tachan de mentiroso. Se me arma, pensaba. En eso apareció el poli cargando una de las cajas. Ya valí, me dije, pero enseguida escuché: “Son uniformes del ejército, Caimán”. La dejó caer cerca del hampón. “Hay otras tres”, informó en tanto que el Caimán me veía con ternura o eso creí o eso esperaba, quería que me apapacharan, que me dejaran a solas con Franklin. Se levantó. “Llévenlas a la patrulla del Venado, que las guarde en la casa roja de la Obispado y queda libre, dile que lo espero mañana”, ordenó.

–Me inspiras confianza, Control. Voy a confiarme. Mis presentimientos no son malos consejeros. Siempre echo volados cuando me late. Tú vas en este volado y ya después veremos qué tanto nos conocemos. Ya muerto Chapa, viva el Caimán –me espetó casi rozando mi rostro, con un hilito de risa en el que pendía que luego de Chapa le llegaba su momento. Apunta tu número aquí, te quiero volver a ver. Me extendió un celular, no jugué, apunté mi número en sus contactos, en la C bajo “Control”. Se lo devolví, lo guardó y enseguida sonó un ring como los de los teléfonos de antes, sacó del saco un celular apagado, lo guardó de nuevo y sacó enseguida otro, el que timbraba. Escuchó nomás.

–¿Reviso arriba, Caimán? –preguntaba ansioso el humillado, mirándome con el mismo rencor del principio. Puse el dorso de mi mano en la cacha de la HK, como si tuviera los huevos… vi los billetes flotando otra vez y a esos polis danzando como bailarines de ballet, saltando, recogiéndolos del aire en tanto el Caimán levantaba el índice delante de la cara del humillado, en señal de que se callara el hocico. “¿Reviso?” insistió y el Caimán le levantó las cejas, le acercó el índice a la cara, y le ensartó la mirada sin dejar de escuchar con atención. Entre ruidos guturales y un “ah, cabrón” y luego un “mmta”, de pronto cerró la llamada y le ordenó a sus compinches: “¡Vámonos!”. Se volvió a mí y también ordenó: “¡Te veo mañana!” y allá van en tumulto hacia la puerta, antes de salir se volteó de nuevo y sin detenerse soltó: “Te espero a las 2, aquí en El Regio Galerías, y no pierdas tiempo con la casa”.

No pierdo tiempo. Definitivamente, no pierdo tiempo. A las carreras empaco. De una recámara tomo cuatro maletas y otras dos tipo saco deportivo. Las retaco, atrabancado, con los once millones de dólares. Me asomo con mil precauciones a la cochera, a la calle, no hay nadie. Llevo el dinero hasta la cochera y lleno las partes traseras de mi CRV con el fabuloso equipaje. Corro por mi laptop, por mi tableta, por mi saco. Me entretengo no sé cuánto buscando la bolsa de la laptop, la hallo en un rincón, meto la mac y la tableta. ¿Qué más?, me preguntaba. Pienso en pasar por mi propia maleta al hotel pero desecho la idea. Voy volando a la cochera y al pasar le arranco a la mesa la pistola. Me le quedo viendo por unos segundos antes de decidir meterla en mi saco. A punto de salir observo entre orgulloso y agradecido el interior de La Pirámide. Siento un hueco, un punzón en la boca del estómago, pero me esfuerzo por acopiar cierta vanidad antes de cerrar con llave la casa. Con el miedo bajo control me subo al vehículo y pongo en marcha el motor.

Recuerdo todo tan bien, está a punto de amanecer. Me veo cerrando los ojos en ese preciso momento como reprochándome el olvido, meneo la cabeza, sin apagar el motor con prisa me bajo del auto y abro de nuevo la puerta. En serio, por inverosímil que parezca volví al interior de La Pirámide y fui hasta la puerta del patio central: desenchufé la fuente. Fue un acto de despedida, fue mi abrazo, wey, despidiéndome de La Pirámide. Vuelvo a cerrar la casa ya más bien apresurado, me subo al auto y enfilo hacia cualquier parte. “Con el miedo bajo control”, hmm, qué risa le daría al Caimán.

 

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