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1768 4 Febrero 2015

 

 

¿Poesía política para qué?
Eligio Coronado

 

Monterrey.- En Y yo, Tiresias, he tolerado todo*, José Antonio Murillo Hernández arremete con todo contra el gobierno: leyes inútiles, inseguridad, violencia, muertes, secuestros, saqueos, corrupción, venta de favores, influyentismo, impunidad y un largo etcétera:

“¡Ay de ti, México, sordo al lamento / de tu pueblo vaciado de esperanza! / ¡Qué pena! ¡Qué dolor! ¡Qué desencanto! / ¡La Patria legislada por ineptos! / ¡La Patria asolada por hampones! / ¡La Patria sin justicia por los jueces! / ¡La Patria gobernada por ladrones!” (p. 39).

Su rabia es justa y compartida, pero ¿qué puede hacer la poesía para subsanar esto? Es cierto que el poeta se yergue como la conciencia o voz de su época, pero en un país sin lectores como el nuestro un poema o un poemario no harán variar el rumbo de la historia: “¿Hasta cuándo el Congreso y el Senado / serán mercados viles de intereses / mientras piratas del gran capital / se llevan como antaño las riquezas / de las minas, los bancos y el petróleo / en invisibles barcos financieros?” (p. 20).

Además, este tema ya acapara las ocho columnas de los diarios del país desde hace tiempo sin resultados prácticos: el gobierno da carpetazo a las quejas y a aquellas opiniones que no le favorecen, e incrementa paulatinamente el grosor de su coraza protectora: “Los gobiernos apuestan al olvido: / mientras más tarde la investigación / más pronto el desaliento y el olvido / y los crímenes y la corrupción / se multiplican y se fortalecen / (…) y algún creyente grita desgarrado / (…) estamos todos, sí, hasta la madre” (p. 81).

Es cierto que la razón asiste a Murillo Hernández (Monterrey, N.L., 1939) y da legitimidad a sus poemas, pero voces más prestigiadas como Carmen Aristegui, Mario Vargas Llosa, Javier Sicilia, Héctor Aguilar Camín y Jorge Ramos, et al, no han logrado nada hasta ahora, aunque no por eso debamos dejar de luchar porque se oiga nuestra voz: “¡Cuánto pillo enquistado en los gobiernos! / ¡Cuánta injusticia en jueces y ministros! / (…) ¡Cuánta soberbia sorda  a los reclamos! / (…) ¡Cuánta indulgencia al crimen de la droga! / ¡Cuánta idiotez al robo del erario” (p. 46).

También tenemos que seguir dándole voz (aunque de poco sirva) a quienes no la tienen o no la usan, ya sea por voluntad propia, amenazas, conveniencia o ignorancia. Ellos no pueden decir como Murillo Hernández: “¿Hasta cuándo, ¡oh jefes de gobierno! / olvidarán al pueblo en su desgracia / dejarán que sus hijos se conviertan  / en halcones, sicarios y asesinos? / ¿Hasta cuándo verán correr la sangre / por calles, plazas y caminos?” (p. 19).

Así que hay que seguir tratando de horadar la coraza del régimen en turno con la gota constante de la poesía, hasta que se rompa la una o se acabe la otra, al fin que siempre habrá poetas que confíen en la reciedumbre de su voz: “¡Escucha el llanto seco de los hombres / el llanto de las vírgenes violadas / (…) el llanto de migrantes por los montes / el llanto de inculpados sin justicia / (…) el llanto de las madres desoladas / (…) el llanto de los cuerpos desollados / (…) el llanto por los crímenes del tiempo” (p. 22).

* José Antonio Murillo Hernández. Y yo, Tiresias, he tolerado todo. Monterrey, N .L.: Edit. UANL, 2014. 125 pp. Ilus. porGerardo Cantú.

 

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