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1816 13 Abril 2015

 

 

Un caso real de amantes en motel
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Me lo contó años después la esposa agraviada. Su propio marido solía decirle que en cualquier relación de pareja compiten a muerte el “soberano deleite” (el amor) y el “negro inquilino” (la locura).  

Se citan a media tarde en un motel, a las afueras de la ciudad. Él le fija plazo de salida antes de las 9 de la noche: tiene que conducir su programa de noticias por TV; pocas veces ha faltado en 34 años a su cita frente a las cámaras. Ella le dice que no lo convocó para acostarse con él. ¿Entonces? ¿Por qué tanta alarma y para qué verse en el cuarto de un motel? “Quiero que grabes un videomensaje para mi madre, le confieses nuestra relación y le reveles que estás enamorado de mí”.

Él extingue los últimas rescoldos de su deseo sexual y comprende el aprieto en el que está metido. Se quita como ella la ropa y la deja sobre una silla. “¿No te parece algo prematuro, princesita? Eres muy joven y yo muy viejo”. Pero es como hablarle al colchón o hacer razonar al jacuzzi. “¿Prematuro después de diez meses? Te amo aunque me lleves cuarenta años. Hace una semana dejé a mi último pretendiente. No puedo tener dos amantes a la vez. Quiero ser sólo tuya”. Saca ella su iPhone y él: “espera, no te alteres, vas a matar a tu madre de un disgusto”.

Ella lo sienta en la cama. Le acomoda los cabellos ralos. Le dicta como si fuera floor manager qué decir y en qué tono hacerlo para su esposa: “Te quise, aún antes de que nos casáramos, desde que tenías marido y yo ya era un viejo divorciado. Por eso las llevé a vivir conmigo a ti y a tu hija. Pero el corazón tiene sus razones que la razón no entiende. Y voy a dejarte por ella”. Él le arrebata el iPhone y borra la grabación del videomensaje: “¿Quieres que reconozco ante mi esposa que me acuesto con su hija desde hace meses? ¿Vas a grabar el videomensaje y enviárselo ahora mismo a tu madre?”

Ella ríe como loca. Exige que le regrese su iPhone. Luego llora. “Comprendo tu desesperación –dice él– pero no es el momento adecuado. Llevo días vigilado por desconocidos. Me siguen diariamente camionetas negras al estudio de televisión. Saben que soy una figura pública. De seguro quieren levantarme. No puedo concentrarme en esto. Dejémoslo para después”. Se abrazan.

Pasan minutos antes de que ella lo siente de nuevo en la cama: “Vas a grabarlo ahora. Te prometo que guardaré el videomensaje el tiempo que acordemos. Pero hazlo. Repite conmigo: Te quise, aún antes de que nos casáramos, desde que tenías marido y yo ya era un viejo divorciado”. Él la frena como lo haría con su floor manager en televisión: “¡No puedo hacerlo! ¡No voy a reconocer que soy un viejo sólo por darte gusto!” Ella supone que su amante está ganando tiempo; pone pausa a la grabación: “Pues no digas esa parte y listo. Lo hago para facilitarte las cosas. Para que no tengas que ver la cara de mi madre cuando se lo confieses. Repítelo, haremos un ensayo”.

Los interrumpe un estruendo de motores. Él se asoma por la ventana: camionetas negras, con estrobos, rodean el cuarto, se estacionan frente al portón, tras los cristales unas siluetas empuñan armas largas. Ella marca por teléfono a recepción: nadie contesta. “Vienen por mí”, dice él. Se sabe aislado; está rodeado. Ella lo apremia: “anda, comencemos el videomensaje, te quise, aún antes de que nos casáramos, desde que tenías marido y yo ya era un viejo divorciado”. El miedo lo obliga a hablar como un autómata frente al iPhone. Lo graba ella y no tiene reversa. Él la invita a sentarse al lado suyo: “Nuestra relación es como un duelo entre el soberano deleite (el amor) y el negro inquilino (la locura). Uno de los dos bandos ganará. O más bien ya ganó el negro inquilino”. Se resigna a ser secuestrado.

No termina la frase cuando abren a cachazos el portón. Fuerzan la cerradura de la puerta. Él intenta esconderse. Ella, en cambio, se queda de pié. Entran dos hombres armados que le disparan a él y la levantan a ella: “¿pensabas que te librarías tan fácil de mí, verdad nena? Voy a matarte como a este viejo”. Él finge caer muerto, al lado del jacuzzi.

Deja pasar quince minutos. Se levanta y recoge de la cama el iPhone de su amante. Llama con él a su esposa. Cuelga antes de que le conteste. Destruye el iPhone, arroja los restos al inodoro y espera otra media hora. Vuelve a llamar a su esposa: “Cariño, hace una hora me marcó tu hija. Me dijo que querían secuestrarla. ¿Cómo dices? ¿Que tú también recibiste una llamada de su iPhone? ¿No te contestó? Me pidió que viniera por ella a un motel. No había nadie en recepción. En un cuarto hallé su bolsa y ropa suya. Presiento lo peor”.

Él se viste nervioso: camisa y pantalón. Espera impaciente el arribo de su esposa. Lo desconcierta la frialdad de ella. Ignora que su amante, su hijastra, habría alcanzado a enviar el videomensaje de la confesión a su madre poco antes de que la secuestraran. Minutos más tarde, todavía sólo, en el cuarto, comprendió lo peor. Antes de terminar de repetirse a sí mismo: “pero el corazón tiene sus razones que la razón no entiende. Y voy a dejarte por ella”; ya es tarde, las patrullas de la policía rodean el cuarto del motel. Sabe que vienen por él. El negro inquilino le ha ganado la partida al soberano deleite.

 

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