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1816 13 Abril 2015

 

 

Paradojas de las elecciones
Víctor Orozco

 

Chihuahua.- Los mexicanos vivimos una curiosa paradoja: estábamos ansiosos por tener elecciones creíbles y ahora la mayoría no quiere votar, básicamente por el descrédito en que han caído los comicios.

A los ojos de una buena porción de la ciudadanía, éstos han servido para elevar a camarillas de pillos en la burocracia estatal. Y también, para la formación de organismos con el nombre de partidos, que en esencia son empresas privadas constituidas para el asalto del erario público. El solo pensar, por ejemplo, en los diputados y senadores del “partido” verde provoca náuseas. Igual en las cohortes de funcionarios rateros encumbrados por siglas de diferentes colores.

Existe otra vertiente de la contradicción, quizá de mayor relevancia. Hasta hoy, las elecciones representan la única forma viable de acceder al poder político y por tanto, de impulsar transformaciones generales, la primera, acabar con la corrupción de la clase política. Pero, el desprestigio de los postulados a los puestos públicos es tanto, que arrastra consigo a candidatos honestos y capaces de encabezar u operar estos cambios. Estas raras aves del escenario político bregan contra corriente. Su llamado a votar, a no abandonar las urnas, a confiar de nuevo, es como una voz apenas audible en el vendaval de la desconfianza y en la marea de mercadotecnia y compra de voluntades. De hecho, buena parte de los electores, aplican la filosofía del viejo refrán “Dime con quién andas y te diré quién eres”: si buscas el voto has de ser igual de mentiroso, engañador y ladrón que todos.

Las paradojas enunciadas tienen una historia larga. Durante décadas un grueso sector de la sociedad mexicana aspiró a tener elecciones. Es más, la revolución de 1910 comenzó con una gran agitación nacional por el fraude cometido en los comicios federales de ese mismo año. A su triunfo, el Estado asumió como lema oficial el de “Sufragio efectivo. No reelección” y Francisco I Madero, quien lo personificó, se convirtió en el “Apóstol de la Democracia”, objeto de mil y un homenajes así como de loas oficiales interminables. Tanto así había calado el viejo anhelo de nombrar a los gobernantes mediante el voto popular. El gozo muy pronto se vino al pozo, porque los gobiernos sucesivos al movimiento armado, enterraron rápidamente la ilusión decimonónica de la democracia electoral. Las corporaciones (obreras, campesinas, patronales, populares) integradas en el partido oficial (PNR, PRM y PRI) aplastaron el voto ciudadano, que nunca pudo alzar cabeza en casi setenta anos desde 1929 en que se fundó la máquina electoral del  gobierno.
        
A partir de 1988 se inició una nueva etapa política en el país. En sucesivas reformas constitucionales y legales, la de mayor calado en 1996, se abrieron los órganos del estado a la oposición. En 1997 el PRI perdió la mayoría en el congreso, el gobierno del Distrito Federal y en 2000 la presidencia de la República. Las esperanzas concitadas por estos hechos, dieron pie a un ferviente optimismo y subrayo el adjetivo, porque descansaba en la fe, antes que en la razón. De allí en adelante, se creía,  participaríamos en justas electorales cuya influencia benéfica acabaría por dotarnos de un mejor país, se irradiaría a todos los rincones sociales y gracias a ella derrotaríamos definitivamente a la corrupción.
        
Pero la casi panacea electoral llegó quizá tarde, quizá mocha, quizá sólo fue un espejismo. Peores males se afincaron: crecieron como nunca la pobreza y la marginación, se entronizó la violencia delictiva y las bandas de matones pudieron controlar municipios e imponer su propia ley, es decir la del más fuerte. La corrupción alcanzó niveles apenas sospechados, desde el modesto funcionario hasta la cúspide de la pirámide estatal.  En este panorama, nos quedamos con las elecciones como el anhelado instrumento para lograr cambios. Pero muy poco hemos podido hacer con tal herramienta.

La gran novedad de la última década del siglo XX,  fue el Partido de la Revolución Democrática, agrupación en la que se incluyeron los disidentes del PRI, más prácticamente todas las corrientes izquierdistas. En el horizonte de aquellos años se dibujaba una poderosa organización socialdemócrata o algo parecido, que desplegara las banderas del reparto de la riqueza, la construcción de un estado protector de las garantías sociales e individuales, la defensa de los intereses nacionales frente a los consorcios y gobiernos del capitalismo mundial, la preservación y despliegue del patrimonio legado por el liberalismo histórico mexicano, como los derechos humanos, el estado laico, la austeridad republicana. El PAN, por su parte, viejo en la brega por el respeto al voto, aportaba a esta nueva fase una derecha moderna, democrática, comprometida en la lucha contra los gobiernos corruptos.
        
Ambos fallaron. El de centro-izquierda, derivó hasta convertirse en un cenáculo de dirigentes de familias políticas que entre una zancadilla y otra se reparten los puestos públicos. Nada del programa histórico con el cual nació el PRD ha quedado en los hechos. El de centro-derecha, claudicó en sus dos  principios centrales, blandidos con orgullo sobre todo en la clases medias: la democracia y la honestidad. Tuvo la oportunidad de ponerlos en acto desde las cimas del poder. Pero en 2004 primero y luego en 2006 traicionó al primero y en los doce años de ejercicio presidencial, no depuró un ápice del corrupto Estado que heredó, sino que éste se ennegreció aún más con los negocios entre funcionarios y empresarios o contratistas privados. Y, sus tiempos fueron los de las cien mil muertes, ocurridos en una guerra oscura en la cual se confundieran siempre las fronteras entre policías y criminales, quienes tuvieron manga ancha para robar, secuestrar y extorsionar. Todo esto posibilitó el retorno triunfal del PRI. Del peor PRI. Corrupto hasta la médula. Entreguista de los recursos nacionales al capital, aliado de los destructores del medio ambiente. Cómplice de la narcoviolencia. Con sus hombres de gobierno frívolos, ineptos e ignorantes. Por eso, algunos, con cierto dejo de cinismo afirman que estábamos mejor cuando estábamos peor.
        
Estos hechos explican parte del origen de las paradojas electorales que vivimos en el presente. También dan cuenta de la razón por la cual ha disminuido o desaparecido el “voto duro”, antaño la fortaleza de las corrientes políticas. Nada hay que nos haga apostar con los ojos tapados por unos colores partidarios. Ni diferencias ideológicas o programáticas, ni distintivos en la formación de sus liderazgos, ni confianza en la solidez de la organización política para responder por las fallas de los individuos, menos aún sobrevive el viejo orgullo de portar los estandartes del Partido, con mayúscula. Vivimos una noche en la cual todos los gatos son pardos.

Por mi parte, votaré por candidatos antes que por partidos. La única esperanza es el trabajo y los antecedentes de algunos hombres y mujeres decididos a empeñar su tiempo y esfuerzos en las elecciones primero y luego en la defensa de los intereses colectivos. Un puñado apenas en la masa de negociantes que colmará la cámara de diputados.

 

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