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1831 4 Mayo 2015

 

 

La corrupción de los parásitos de la política
Joan del Alcázar

 

Valencia.- La democracia es, como sabemos, un régimen político que resuelve quién y cómo se gobierna, cómo se relacionan las personas con el Estado y cómo se canalizan los conflictos y las demandas sociales.

Todo esto se aborda desde la soberanía popular, el Estado de derecho, las elecciones libres, las libertades públicas, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la solución pacífica de los problemas de la sociedad y el control legítimo de la violencia que sólo puede ser ejercida por los cuerpos de seguridad comandados por el poder civil, democráticamente elegido. Además, la democracia tiene que asegurar los principios de la mayoría, conjugados con el respecto a las minorías, y se sustenta sobre la separación de poderes del Estado.

Estas características que perfilan lo que es un Estado democrático pueden darse con intensidades variables, que pueden afectar la calidad de un sistema  concreto. Por ejemplo: la igualdad de los ciudadanos ante la ley puede ser relativizada cuando los procesos de instrucción judicial que afectan a personas o grupos poderosos se dilatan en el tiempo merced una utilización bastarda de los recursos jurídicos, que sólo están al alcance de aquellos que pueden pagar costosos equipos de abogados. Otro ejemplo, tanto o más grave: la separación de poderes entre el Legislativo y el Ejecutivo puede llegar a ser casi inexistente por el ejercicio abusivo de una mayoría absoluta partidaria en el Parlamento, que no sólo echa a perder cualquier iniciativa de la oposición, sino que vacía la Cámara de contenido en la medida que allí no hay ningún debate político real.

Cuando el sistema político sufre estas u otras deficiencias, a pesar de que no por eso deja de ser democrático, lo que podemos afirmar es que la calidad de esta democracia es baja o, incluso, muy baja. Entonces es evidente la existencia de un grave problema porque afecta negativamente no ya a la propia esencia del sistema, sino porque perjudica la credibilidad de las instituciones del Estado entre la ciudadanía y las aleja de su confianza.

La pérdida de calidad de las decisiones democráticas genera  automáticamente el desprestigio de las instituciones y la sospecha hacia uno de los actores políticos principales cómo son los partidos políticos. Los partidos se descapitalizan, entran en una selección negativa de sus dirigentes que pasan a ser unos simples trabajadores de la política y pierden el contacto con la realidad ciudadana. En ese escenario, es frecuente asistir al reforzamiento de los ejecutivos y a la pérdida de consistencia de los parlamentos, como cámaras de legislación, representación y fiscalización, lo que genera sistemas políticos sin contrapesos ni equilibrios institucionales. La consecuencia más inmediata es que se ve afectada la capacidad de integración social que es consustancial a un sistema democrático de alta calidad.

Con la crisis del año 2007 y siguientes, la integración social está alcanzando las cotas más bajas en nuestro país: la devaluación interna por la vía salarial, la precarización laboral, los recortes en la capacidad redistributiva del Estado y, sobre todo, las pavorosas cifras de parados lo han provocado. Además, en paralelo con la crisis económica y financiera, la ciudadanía ha sabido de la existencia de un tipo de virus de gran capacidad destructora: la corrupción.

Los agentes difusores, quienes parece han esparcido el virus por todas partes de la sociedad han sido tanto buena parte de las maquinarias partidarias, como aquellos que más que trabajadores de la política han funcionado o han ejercido sus responsabilidades como parásitos de la política; aquellos que no han tenido otro objetivo que saquear el erario público.

En un lapsus linguae antológico, la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, dijo días atrás que su partido se había esforzado en saquear España. Quizás la traicionaron las noticias de las que necesariamente disponía a propósito de la situación en dos regiones que hace décadas son feudo del Partido Popular: Madrid y Valencia. Los casos judiciales en ambas son noticia de apertura en los medios de comunicación día sí y día también. El número de implicados crece sin freno y la ciudadanía asiste entre irritada, asustada y sorprendida a la constatación de que el virus de la corrupción ha infectado el sistema político y social hasta amenazar su supervivencia.

Los propagadores del virus son de toda clase y condición: desde gente del establishment que se han implicado en fraudes o robos millonarios, a los arribistas que se han dedicado a almacenar dinero a base de pequeñas mordidas que, unidas, llegan a significar una cantidad de dinero nada despreciable. Eso sí, los dos grupos coinciden en un modus operandi que evidencia una carencia absoluta de ética, unas pautas mafiosas de funcionamiento en la gestión de los asuntos públicos [las adjudicaciones de obra o servicios a la Administración, por ejemplo], y una insensibilidad social tan exagerada que sorprende: las víctimas de los robos pueden ser ancianos engañados por turbias ofertas bancarias, víctimas del SIDA en el África subsahariana o hambrientos niños haitianos.

Días atrás, The Economist le dedicó un durísimo editorial a la economia española, y en particular al daño que el binomio amiguismo y corrupción le están haciendo. Afirmaba que los españoles están acostumbrados al hecho que sus representantes públicos se llenen los bolsillos haciendo negocios a través de la Administración, y concluía afirmando que esta realidad está provocando el rechazo de los ciudadanos a los partidos tradicionales, PP y PSOE.

Acaban de hacerse públicas transcripciones de las conversaciones entre el máximo dirigente del PP en Valencia, Alfonso Rus, y algunos de sus colaboradores en actividades delictivas que, presuntamente a estas alturas, formaban parte de su forma de ejercer la responsabilidad política. Además de que da vergüenza escucharlas, son, sin duda, una evidencia de cómo de pobre es la calidad de nuestra democracia. Veremos si la ciudadanía, mayoritariamente honesta, incluyendo muchos de quienes han votado tradicionalmente al PP, castigan con contundencia a todos aquellos partidos que continúan llevando parásitos de la política en sus listas electorales. El próximo día 24 de mayo lo veremos.

 

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