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1831 4 Mayo 2015

 

 

Una boda espectacular
Ernesto Hernández Norzagaray

 

Mazatlán.- La imagen de dos mundos es impecable. Rostros apiñonados que resaltan entre una muchedumbre indígena atropellada que busca ser parte de una nueva historia de amor.

La de Manuel y Anahí que miran desde  el antiguo Convento de Santo Domingo, en San Cristóbal de las Casas, hasta la residencia de Los Pinos. Él con su traje negro con grecas blancas nos recuerda el que uso Pedro Armendáriz cuando compartió escena con Dolores del Río en Bugambilia. Aquella con un vestido  “encorsetado con escote palabra de honor y falda vaporosa con bordados florales en el cuerpo del vestido y en la parte inferior de la falda y largo velo a juego, obra del diseñador Benito Santos”, y donde según el cronista  “trabajaron las mejores artesanas chiapanecas”.

Los otros rostros morenos ignotos de las mujeres tzotziles enfundadas en sus huipiles rojos y azules intensos, llevadas para dar un toque pintoresco a la ceremonia nupcial del gobernador y la actriz. Y aunque ambos lo han negado, para muchos es una puesta más en escena de actos privados convertidos en asunto público. No sería la primera ni la última pareja del espectáculo político-artístico que toma como plataforma una boda para el mundo. Peña Nieto y Angélica Rivera, son quizá el mejor ejemplo de cómo la política se enlaza con el mundo del espectáculo de las estrellas, para vender subrepticiamente un producto de “ensueño” donde los espectadores son el gran público de una escenografía donde el glamour se combina con el baño de pueblo.

Luego la ceremonia nupcial es un platillo que se sirve en la mesa nacional de manteles largos para el disfrute de todos y todas. Para demostrarnos que si Paul McCartney & Heather Mills se gastaron en su boda 3 millones de dólares ellos quizá menos pero la socializaron en la patria mediática. Y eso tiene una explicación para Guy Debord, el sociólogo del espectáculo, la ganancia está en otra parte, cuando la gente contemple las imágenes dominantes, menos comprenderá su propia existencia y su propio deseo, ya que a partir de ese momento estará separado de su vida.

Yo no estoy muy seguro de que sea así en sociedades abrumadas por la incertidumbre y los escándalos. Siempre quedará un espacio para la crítica y la rebeldía. Lo vemos hoy cuando en muchas familias mexicanas tradicionalmente apolíticas que disfrutan una tarde de telenovela pero por la noche, en la sobremesa, deslizan críticas severas contra la actuación de agentes en los distintos niveles de gobierno. No le es ajeno el escándalo, ni la corrupción. Quieren una vida mejor, aun cuando pudieran ser parte de esa cultura, cuando sus miembros dan una mordida o una propina para acelerar un trámite administrativo.

Sin embargo, esto no significa que la intención enajenadora no exista, sino por el contrario hay una poderosa industria del espectáculo que busca distraer al sujeto colectivo. Absorberlo como el mixino a través de su poderosa epidermis. Someter con sus redes asfixiantes. Exprimir cualquier gota de rebeldía frente al poder y los poderosos. Distraer de la cosa pública. Ver lo bonito de México. Que no vale la pena deprimirse.

Es por eso que el mayor signo del progreso no se encuentra en las autopistas de última generación que comunican ciudades y regiones, sino como lo escribió hace décadas un sociólogo mexicano, el imprescindible José Joaquín Blanco, para quien bastaba un simple radio de transistores para que la modernización llegara hasta el último rincón del país. Era el contacto de ese mundo aislado de selvas, montañas, mares y desiertos con los espacios emblemáticos del progreso que representan las ciudades y sus nichos tecnológicos, con sus mercancías de alto valor agregado y sus mitos del consumo.

Hoy, estamos más allá de eso, y quizá por eso el PRI entrega gratis televisores ad hoc a la nueva era digital entre las comunidades más pobres para estar preparado cuando ocurra el apagón analógico que revelara un mundo maravilloso que revolucionara nuestras conciencias con nuevas imágenes y discursos. De primer mundo. Lo último que no se puede permitir es que esa franja de la población se quede sin telenovelas y reality-show redimensionados.  Sin el opio de los pueblos, diríamos parafraseando a Mao Tse Tung, cuando el viejo timonel se refería a la religión. Y es que la religión salió de los lugares sacros para transformarse en consumo con las nuevas catedrales llamadas mall shopping.

Eso sí, nunca cambiar de dios y correr el riesgo de la libertad. Volver a su existencia. Asumirla como un estado de desgracia colectiva y llevar a reconocerse en su fatalidad para salir del estado de confort. Quizá por eso resulta inquietante que muchos hombres y mujeres dedicados a la política se someten incondicionalmente a las televisoras y sus estrategias de posicionamiento. De control social. Asumiendo que son un poder, el cuarto poder, el que determina decisiones y conductas colectivas y es capaz de vender a políticos como mercancías propias del llamado capitalismo ficción (Vicente Verdú, dixit).

No se trata, como dice este sociólogo catalán del viejo capitalismo, donde la producción se realizaba en el consumo inmediato sino del nuevo. Hoy es más que aquello. Se trata de que las mercancías satisfagan otras necesidades del ser humano. La parte del gusto y  la dimensión sensual. Onírica. No es casual que en este tiempo haya una revolución del diseño en la presentación de las mercancías. No basta tener unos zapatos o una camisa sino que estos estén tatuados con una marca que encarna la exclusividad. La diferencia. El nuevo buen gusto.

Y si eso vale para una mercancía objeto, también sirve para la mercancía sujeto. Los políticos han dejado de ser aquellos hombres –y, digo hombres, porque la política ellos la hacían mientras nuestras madres estaban dedicadas a las responsabilidades del hogar y el cuidado de la familia– forjados además en las escuelas culturales que había dejado la revolución. Autoritarios y convencidos de que el poder es patrimonial o simplemente no lo es. Hoy, sin perder esa esencia, el poder está regulado por la opinión pública. Aquella que Jorge Ramos, el último de los críticos de Peña Nieto, afirma que si los poderes públicos no controlan la corrupción lo van hacer (lo están haciendo) los periodistas con sus investigaciones y denuncias.

Sin embargo, si bien las grandes televisoras son omisas o mediatizadoras de la opinión públicas, son todo lo contrario con la presentación de lo que consideran su singular concepto de políticos exitosos. Efímeros y desechables como un kleenex usado. Grandes como una tarde de telenovelas. Banales como muchos de sus discursos y estéticas de salón.

La boda del gobernador de Chiapas con la actriz Anahí, la Rebelde, como antes las nupcias de Peña Nieto con Angélica Rivera, es la transformación de un ritual ya centenario en simple reproductor ideológico. Son las imágenes dominantes de las que habla Guy Debord. Las que buscan secar el coco a una muchedumbre abrumada por los problemas cotidianos. No es casual que la escenografía de esa boda busca resaltar, contrastar, exhibir la diferencia entre los dos mundos de nuestro país. Son el arquetipo de la continuación del dominio criollo sobre el indígena.

Bien se lo pregunta el periodista Adrián López, ¿Para qué?, ¿Por qué esas mujeres tzotziles acompañando a la nueva pareja de casados? Quizá, no encuentra explicación en las convenciones tradicionales pero son perfectamente entendibles en la llamada sociedad del espectáculo. Donde no importa tanto el fondo sino la forma. Las indígenas en el cortejo es la representación de que la unidad de los dos mundos es posible, o peor aún, que nunca ha cambiado. La boda siempre buscó una escenografía propia de los casorios ricos del porfiriato.

Estas imágenes realzadas por las televisoras son el mundo idílico construido fuera de la realidad cotidiana. Asimilar que hay un mundo feliz por encima de la tragedia nacional. Es la expresión de que aun con Marcos y los zapatistas nada cambió y al final ganó Televisa con sus telenovelas y la necesidad de refrendar la cultura de la servidumbre. Que todavía las televisoras sueltan de vez en vez una sonrisa socarrona ante las proclamas libertadoras. Cuando en muchos hogares sus programas pueden seguir provocando una lágrima producto de la nostalgia por el cine mexicano de charros y adelitas. De aquel mundo campirano que engrandeció la gallardía de Emilio el Indio Fernández, Pedro Infante o la desafiante María Félix. Y se hace hoy presente en ese traje negro de charrería y el diseño del vestido de boda. Que es un objeto deseado pero inalcansable para la mayoría. Y es la fortuna mediática porque al final se le tiene como imagen. Como sueño inspirado.

En definitiva, lo mejor de todo es que Manuel Velazco, luego de publicitar su imagen en todo México con cargo al demandado erario público chiapaneco y provocando mayúsculo escándalo, hace una boda “austera”, sin luna de miel, a la altura de una reedición de la desmesura colonial con sus campanadas, confeti, huipiles, misa, música, algarabía, olvido.

 

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