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1846 25 Mayo 2015

 

 

Juan Molinar Horcasitas
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- No es de gente correcta renegar de los amigos. La amistad  se vale del afecto como de una prenda invaluable. Petrarca lo definió hace miles de años con una palabra olvidada: “compathia”, que se forma tanto del verbo compartir como del vocablo empatía.

Uno comparte con los amigos y, por eso mismo, se pone en el lugar suyo; en sus zapatos. Sin embargo, también en ocasiones, por el bien de ellos mismos, hay que poner a los amigos “en su lugar”.

Fui amigo de Juan Molinar Horcasitas. Dejé de serlo varios años antes de que muriera. ¿Puede terminar de súbito una amistad? Sin duda. Sobran los ejemplos. Aunque en puridad, más que terminar una amistad, se le deja en vilo, en suspenso. Conocí a Juan cuando trabajé bajo sus órdenes en la Subsecretaría de Desarrollo Político, en Segob. Pude sortear, como pude, por varios años, su mal carácter, sus desplantes y soberbia. Pero destilaba ese principio de la amistad que es la “compathía”: compartí con él sus conocimientos sobre sistemas electorales comparados y fui afín a sus ideales democráticos, tan dejados a la deriva por su trayectoria política posterior.

En una larga sobremesa, en Polanco, me explicó lo que para él significaba la vida: “somos como aquellos costales de correo que pendían de garfios en las estaciones del tren. Cuando pasaba a toda velocidad el ferrocarril, los primeros vagones sin techo sacudían los sacos hasta que caían en el fondo”. Me gustó el símil. Un costal de correo con mensajes de negocios, aprecios, amores, noticias tristes y avisos insignificantes; costales zarandeados, aporreados y al final depositados en un vagón oscuro.

Cuando se desató uno de los peores hechos en México que fue el accidente de la Guardería ABC, en Hermosillo, Sonora, Juan Molinar, ya para entonces ex director del Imss, fue acusado de negligencia por la opinión pública. No sin razón: la muerte de decenas de niños es imperdonable. ¿Qué debió hacer Juan? Denunciar a los culpables, exigir justicia. Pero se defendió como gato boca arriba. Nunca le pedí un favor, ninguna dádiva, menos una exigencia. Pero cuando comimos de nuevo, le exigí, por él y por nadie más, que no volviera a la política. La muerte de esos menores lo perseguiría en cualquier cargo público que asumiera después.

No me hizo caso. Ni en política ni en nada le hizo caso a nadie. Se creía superior moral e intelectualmente a cualquier otro servidor público. Y así es difícil la “compathia”. Me acusó de traicionar su amistad, de abusar de su afecto. ¿Pero no lo hizo más bien él con Santiago Creel cuando fue su jefe? ¿No lo hizo más bien él cuando el ex Presidente Calderón lo puso al frente de una Secretaría de Estado? Nuestra amistad terminó. ¿O quedó en suspenso? No quiso contestar ninguna llamada mía. Me borró del mapa de sus afectos.

Hace seis meses lo busqué a través de amigos comunes. Volvió a ignorarme. Lo imaginé como un costal de correo en el fondo de un oscuro vagón, no repleto de vivencias íntimas sino de pesados remordimientos. Su deceso me produjo sentimientos encontrados. ¿Cuándo habrá justicia por la vida truncada de los menores de la guardería ABC? Quizá nunca. Eso es lo que más duele. La muerte, no la amistad, pone a cada quien en su lugar. O más bien, en la nada, en el no lugar a donde todos, tarde o temprano, iremos a parar.

 

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