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1926 14 Septiembre 2015

 

 

Guerra en Siria
Víctor Orozco

 

Chihuahua.- La guerra civil de Siria ha provocado hasta ahora un cuarto de millón de muertes y uno de los mayores desplazamientos humanos desde la Segunda Guerra Mundial.

Las cifras crecen día con día y no hay datos precisos, pero se estima por diversas fuentes que arriba de tres millones de personas han huido del país, lo que representa cerca del 15 por ciento de su población total. Más de siete millones han debido moverse dentro del territorio. A la destrucción de vidas se ha sumado el derrumbamiento de su estructura económica, con el grueso de sus unidades productivas aniquiladas. Los bienes culturales pertenecientes a una de las civilizaciones más antiguas de la humanidad han padecido por igual el ataque sistemático de bandas y ejércitos de fanáticos. Se trata de una tragedia mundial a la que la inmensa mayoría de los habitantes del globo apenas estamos asomándonos. 

El conflicto armado se inició hace cuatro años, aparentemente como una nueva oleada de la llamada primavera árabe, que produjo movimientos, insurrecciones armadas, guerras civiles y derrocamiento de gobiernos en Túnez, Egipto, Libia, así como protestas en otros países de la región islámica. El rasgo común en todos ellos era la existencia de regímenes autoritarios, apoyados directamente en las fuerzas armadas y en aparatos de inteligencia. En buena parte de ellos, se había impuesto por años un “estado de emergencia”, que impedía el ejercicio de las libertades elementales. Otro de sus distintivos, con variantes, era el carácter más o menos laico de los gobiernos, algo muy importante en un mundo social en el que nunca se produjo la separación entre religión y política, entre las jerarquías religiosas y las del estado, como sucedió en el Occidente a costa de siglos de guerras y gracias a la incesante labor de crítica y creación científica e intelectual.

Esta circunstancia determinó que las protestas unificaran en la oposición a dos componentes disímiles y antagónicos: quienes aspiraban a cambios democráticos, por las libertades públicas, entre otras la religiosa; y quienes querían una regresión hacia regímenes confesionales y a sociedades regidas por las prescripciones del islamismo. Esta integración de los frentes opositores, operó como una bomba de tiempo y cuando estalló se precipitaron guerras y conflictos todavía más sangrientos. 

Siria es quizá el ejemplo típico de este despliegue de las confrontaciones. La protesta social se transformó con rapidez en una insurrección armada cuyos bandos combatientes recibieron el apoyo de gobierno extranjeros, como es usual y previsible. Los rebeldes, el de Estados Unidos y Europa; y el oficial, el de China y Rusia. Se sabe hasta cierto punto cómo comienzan las guerras, pero nadie puede prever su curso y su desenlace. 

De manera similar a lo ocurrido en los otros países islámicos, sobre todo en Irak y Afganistán, de las filas rebeldes se desprendió muy pronto un destacamento de exaltados religiosos con una enorme capacidad de movilización y fortaleza militar. Con base en ellas, pusieron en marcha el proyecto de crear un estado islámico, que abarcaría todo el mundo musulmán, bajo la forma de un califato, denominación que recibieron las antiguas monarquías absolutas árabes instaladas en el Medio Oriente, norte de África y sur de España. La recuperación de este gigantesco territorio es parte de un nebuloso conjunto de propósitos alimentados por delirios restauradores que nunca han dejado de revolotear en los cerebros de algunas cúpulas religiosas y políticas islámicas. Podemos considerar aberrante la reimplantación de leyes, reglas y comportamientos vigentes hace un milenio, pero no debe sorprender su persistencia en la historia y su raigambre en las colectividades. 

El Occidente, tampoco es ajeno a estas marchas hacia el pasado, apoyadas en las creencias religiosas. El fanatismo  cristiano en sus diversas expresiones cedió terreno sólo a costa de reyertas todavía más sanguinarias que las libradas entre los musulmanes. Y nunca se ha resignado plenamente a la secularización de las sociedades, peleando palmo a palmo el control y dominio de las mismas. De cuando en cuando, escala las disputas hasta convertirlas en guerras civiles o regionales, como ocurrió en México con los cristeros, cuya causa, de haber triunfado, nos habría mandado de regreso hacia una dictadura teocrática militar.  Así que, no debemos asombrarnos demasiado por las acciones de estos lunáticos que demuelen los restos de ciudades milenarias y destruyen esculturas y pinturas, por no corresponder con las enseñanzas del libro sagrado. Lo mismo se hizo con las civilizaciones americanas en nombre de Cristo. 

Las miríadas de refugiados que se amontonan hoy en las fronteras europeas son las víctimas de mayor notoriedad, puesto que se han colocado en los reflectores de los medios de comunicación. Peor suerte siguen corriendo quienes se han quedado en los poblados y en las calles de las ciudades sirias. Todos estas familias de civiles, sin parar mientes en sus filiaciones religiosas y políticas, han sido atrapadas por estas máquinas trituradoras que se dirigen a control remoto desde los centros de poder ubicados muy lejos de allí, en las capitales árabes, en Irán, en Washington, Berlín o Moscú. Todos entran en la baza. Los yihadies, portadores del fundamentalismo islámico, controlan hoy la operación de riquísimos pozos de petróleo, cuyas ventas clandestinas les producen millones de dólares diarios. ¿No se sabe a quién lo suministran? ¿Hemos de creer que se desconoce la propiedad de los barcos tanque, de sus rutas, de sus puertos de desembarque y de las refinerías a dónde va a parar el crudo comprado a precios de rajatabla? 

Fue el gobierno de Estados Unidos quien alimentó en sus inicios a esta organización terrorista para derrocar al gobierno sirio protegido por los rusos. Ahora, todos la combaten, aunque tampoco puede entenderse cómo las sofisticadas fuerzas áreas de Norteamérica y de Rusia, no han podido destruir sus bastiones ni impedir que cada día controlen mayor territorio, decapiten a sus prisioneros a la vista de todo el mundo, destruyan la ciudad de Palmira y expulsen de sus casas a cientos de miles de personas. 

Entre las incontables piezas de información, versiones y análisis sobre este conflicto, escuché el testimonio de una monja argentina que residió en Aleppo los últimos cuatro años. Dice que los sirios vivían en paz. Bajo un régimen autoritario controlado por una familia desde hace medio siglo, pero benevolente hasta cierto punto. Colegimos que sobre todo entre las clases medias se extendieron las legítimas e inevitables aspiraciones democráticas y libertarias. Sin embargo, una vez desatada la violencia, éstas quedaron soterradas y olvidadas. A ninguno de los contendientes armados le importa un comino la libertad de expresión, las elecciones libres, la emancipación de las mujeres. Cada uno obedece a los intereses de quienes los manipulan, sobre todo en el extranjero.

¿Y quién quiere a los refugiados en su casa? En Europa hay ahora un debate que abarca a casi todos sus países. Curiosamente, amplios sectores populares y fuerzas políticas de izquierda coinciden con gobiernos como el alemán en la posición de admitirlos dentro de las fronteras. Las razones son diversas y hasta antagónicas. Merkel es partidaria de fijar cuotas obligatorias a cada país. Y no es una casualidad que en ello estén muy conformes las cabezas de los organismos capitalistas alemanes, cuyas industrias necesitan esta inyección de fuerza de trabajo, calificada, fresca y barata. Al mismo tiempo, entre la población se ha generado un poderoso sentimiento de solidaridad y de apoyo para estos damnificados por la guerra. En contra de auxiliarlos y recibirlos, se han posicionado gobiernos dominados por la ultraderecha, como el húngaro, que en una actitud muy parecida a la de los yhijadistas, sus antagónicos, alega que estos sirios ponen en peligro los "valores cristianos" de Occidente. Ambos dogmáticos recalcitrantes, tienen la verdad en un puño. Quienes no la comparten con ellos, a su juicio ni siquiera merecen la vida.

 

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