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1970 13 Noviembre 2015

 

 

El hombre nuclear
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- Corrían los primeros meses del sexenio de Jorge Treviño Martínez (1985-1991). La ciudad de Monterrey, entumecida, no despertaba del santo sueño vaticano. El Papa acababa de bendecirnos y vacunarnos contra la maldad del mundo. Los rumores de una pandemia como pocas veces vista en el planeta tocaban con fuerza en la puerta de la rancherita industrializada. 

Nunca olvidaré que en una reunión familiar mi primo Atanasio, médico pasante, comentó: “Los putos están cayendo como moscas”. Todos los congregados en torno del asador soltaron una monstruosa carcajada. Brindaron por la desgracia:

-¡Qué bueno, a ver si se los lleva la chingada de una vez!
-Jotos asquerosos.
-Pinches marranos.
-Drogadictos del infierno.

Las bocas que escupieron aquellas toxinas eran del abuelo medio pedo, del tío que había desertado del Seminario para casarse y procrear una prole de diez hijos, de una tía panista y del joven Patricio Perico, novio de mi prima Esperancita. Perico moriría víctima del síndrome de inmunodeficiencia adquirida años más tarde.

Después de aquella fiesta entrañable fui a tramitar unos papeles en el edificio sindical de los maestros estatales, ubicado frente a la Alameda. Al terminar mi diligencia di un rol por el parque para tomar el fresco, buscar cotorreo o encontrar algún tema interesante y nutrir mi columna en el suplemento cultural “Aquí Vamos”. En una de las bancas estaba un chavo bastante apuesto, muy masculino, velludo, calzado con botas vaqueras. Se parecía al actor Lee Majors, famoso por la serie de tele El Hombre Nuclear.

Nos vimos, nos entendimos, platicamos. Ay, mamacita: su voz. Era más diáfana que la de mi hermanita de cuarto grado. Salían por su boca sonidos como de cristal cortado. Un aleteo de colibrí. Tierno ramillete de blancos claveles. “Me llamo José Alfredo, igual que el compositor del Caballo Blanco, pero me dicen la Peluches”. Nuestro ligue no podía, naturalmente, llegar a ningún lado. Eramos un par de locas buscando exactamente lo mismo: boleros, lavacoches, indigentes, chicleros, albañiles, algún chango con un triste átomo de virilidad. El paisaje estaba muy sin embargo.

La Peluches me preguntó qué sabía yo de que Rock Hudson, el famoso actor, tenía Aids. Así en inglés. “La Hudson es comadre como nosotras, no lo dudo ni un tantito”. La peste tocaba con furia en el chismorreo de la ciudad mariposa y pendeja.

-¿Y eso del Aids cómo da?
-Parece que viene de los negros africanos, lo transmiten a los maricas y los drogadictos.
-Uf, mana, estoy salvada. Yo soy güero de rancho, ni siquiera fumo y siempre me acuesto con machitos.
-Dicen que en el río Santa Catarina hay más movida que aquí, ¿vamos?

Y fuimos. De pasada quise llegar al periódico El Porvenir, que publicaba mis textos. Tenía que revisar un asunto en la redacción. Recordé que la Secretaría de Salud Estatal estaba ubicada muy cerca de allí, en un edificio hermoso, estilo art Decó, frente al periódico El Norte. Le propuse a José Alfredo llegar y preguntar por el Aids en las oficinas de Salud. Me interesaba escribir un artículo.

-Vamos, quien quita nos salga un mayatito médico, por cierto, en esa profesión abundan.
-No me gustan las batas blancas, son de mal agüero.
-Mi estómago es universal. Lo único que no he probado es la papaya.

Al llegar pasamos de largo a través de las oficinas del Correo Postal y de varias mesas donde los anticuarios vendían libros de viejo y discos LP. Nos presentamos ante una recepcionista, le expusimos nuestra solicitud. La chica nos vio con extrañeza, se comunicó por el conmutador con alguien más enterado, nos pidió esperar. Nadie apareció.

-Perdonen, pero no tenemos nada de información sobre esa enfermedad, ¿es la del mosco?
-Parece que viene del África.
-Entonces ustedes buscan algo sobre el dengue, llévense este folleto.
-¿Condones, tienen?

La recepcionista nos miró con una mueca llena de asco, nos echó de mal modo, amenazó con llamar al guardia. Salimos de la secretaría que dirigía el doctor José Cavazos López con una hojita tamaño carta, mimeografiada, borrosa. Esa era toda la información que el gobierno estatal tenía sobre el SIDA: absolutamente nada.

-¿Para qué quieres condones, flaco, quién se baña con paraguas?

Llegamos al río Santa Catarina a husmear el territorio. Nos tendimos a buscar aventuras anónimas, violentas, llenas de infecciones. Estudiábamos con ojo aquilino el pedregal y las canchas polvorientas. Caminamos con dirección oriente desde el puente del Papa. Los chacales brotaban y blandían sus sexos entre la maleza, se vendían por unas monedas a la vera de los hilitos cristalinos de agua fluvial que apestaba a mierda. La Peluches triunfó de inmediato en el lecho infame, frente al hospital Gine del IMSS. Yo empecé a tomar los primeros apuntes de mi libro Laredo Song.

El sida acabó en dos años con la Peluches, el hombre nuclear, después de hacer pedazos nuestro cómodo sueño de regia inmunidad.

 

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