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1971 16 Noviembre 2015

 

 

Suerte te dé Dios
Eloy Garza González

 

Monterrey.- “Piensa ella que entrar a un salón de baile le dará buena suerte. Por eso la traigo, aunque morirá en unos días”.

Mi amiga era benévola con su hermana, ex bailadora de salsa, aunque la relación entre ellas siempre fue tensa. Pero las vísperas de la muerte reconcilian familiares: un ataúd une más que un regalo de cumpleaños.

Mi amiga ayudó a su hermana a caminar entre las mesas de clientes, a pesar del andador; fue ella quien maquilló a su hermana para ocultar la agonía que afea los pómulos; fue ella quien le compró la peluca y se la acomodó en el cráneo hasta que luciera natural.

Por mi parte, dejé de frecuentar a la hermana de mi amiga desde hace años y no me arrepiento: he llegado a la edad en la que uno decide con quién tomarse un whisky. Y no lo haría con ella.

Recordé a mi amiga y su hermana mientras contemplo el esqueleto y la túnica púrpura. La resguardan en una vitrina. En una mano sostiene la guadaña y en la otra el globo terráqueo. Las ganas de buscar la buena fortuna llevaron a la gente a montar ese altar sobre La Viga, una de las avenidas principales de la Ciudad de México.

La Santa Muerte se alza sobre la calzada, entre Lorenzo Boturini y el Eje 3, de Chabacano. Es la Niña Blanca, la Dama Poderosa. La cabeza manchada de sangre de cabra. Los vecinos le agradecen la suerte de ver sano de nuevo a su pariente desahuciado, de librar a su hijo de la cárcel, del piso que alcanzaron a pagar para montar su puesto de películas pirata. Se lo agradecen adornando el altar con frutas, rosas, botellas de tequila, cajetillas de cigarro.

“Lamento lo de tu hermana –le susurré a mi amiga–, pero no creo que traerla a un salón de baile mejore su salud”. Sin embargo, ella era crédula: una noche antes la veía frita en su cama y ahora hacía intentos por bailar. Pistas falsas para engañarse a sí misma. Unos pasos titubeantes y ligero balanceo de hombros. Casi nada.

Mi amiga apuntó al dije dorado que colgaba de un collar de caucho, alrededor de mi cuello. “Ese dije es tu amuleto”. Tenía forma de cilindro minúsculo y se desenroscaba, para mostrar su contenido. Era cierto: ese dije era mi claudicación a la razón; mi único apego a lo irracional. Por lo demás, nunca me he fiado de supercherías para tener una segunda vida. Es ofensivo para la inteligencia. No creo ni en la falacia de la física cuántica.

Un vecino setentón de La Viga se acerca a la vitrina de la Santa Muerte. Abre la puerta de vidrio, le da una calada a un habano y sopla el humo en las cuencas del esqueleto. “Mi Flaquita”, le dice a la imagen en bulto, con el tono de voz suficiente para que yo lo escuche. Luego enciende tres velas: una dorada, otra negra y otra blanca. Las coloca entre los regalos de la vitrina. “Riqueza, venganza y protección” me explica el viejo; las tres virtudes para la buena suerte. Acaricio el dije dorado de mi cuello y recuerdo aquella tarde cuando fueron a visitarme, al salón de baile, mi amiga y su hermana, enferma terminal. “Ofrenda su dije a la Santa Muerte, amigo, verá cómo le cambia la suerte” me sugiere el viejo. Pero yo me niego.

“Abre tu dije”, recuerdo que me pidió la hermana de mi amiga. Lo hizo con su hálito de voz. Había esperado años para llegar a ese momento. “No me queda mucho tiempo. Tengo que aprovecharlo antes de largarme de este mundo. Compréndeme”. Pero me negué. Por instinto llevé mi mano al cilindro minúsculo. No quería deshacer mi única concesión a lo irracional.

Mi amiga insistió. Los ruegos o yo no se qué quebraron mi voluntad. Abrí el dije, tomé la mitad de la pieza con dos dedos y le mostré su interior a la hermana de mi amiga. Sonrió y sus ojos parecieron dos cuencas vacías, su rostro se bañó en sangre de cabra y su figura soportó la guadaña y el globo terráqueo. Murió siete semanas más tarde.

 

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