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1981 30 Noviembre 2015

 

 

Cine Aracely
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- Moribundo y curioso, gastaba los días azules en busca de amores cuchilleros. Bienaventurado cine Aracely que me permitió trabar amistad con el torvo Guachoma. Era mi consentido.

El tipo formaba parte de un escudo humano que rodeaba a don Picudo, uno de los muchos señores muy principales y corruptos de la noble y leal ciudad de Monterrey.

Después de besar en la frente a su madre viuda y enferma, irrumpía en la sala de cine como un ángel de fuego. Dejaba atrás al Mero Mero junto al tacuche impecable, los lentes oscuros, el chaleco antibalas y las pistolas escuadras escondidas en el ropero de la abuela.

Guachoma proyectaba una sombra dura y ruda  en los pasillos y butacas del socavón atestado de demonios y quimeras. Su mito iluminaba el antro con abrazos letales y besos de miel. El matón pronto se apartaba de la nube de leopardas que zumbaban en torno suyo y se acomodaba en la vitrina impenetrable con su estampa viril y seductora.

El acudía al cine piojoso a cotorrear y ver la función. No jalaba con cualquier libélula.

Rechazaba casi todas las ofertas de amor anónimo que la plebe nefanda regalaba a manos llenas o vendía a contraluz del programa porno. Guachoma era un gentil caballero, trataba con esmerado respeto a los maricas más procaces de aquel templo profano. Había sido entrenado por agentes de Israel. Sólo en el Aracely recobraba el sentido lúdico de la vida. “Me gusta convivir sanamente y divertirme con mis amigas las vestidas”, decía en tono muy suave sin quitar la vista de la proyección que corría una escena de sexo anal.

Sólo yo me enteré de un secreto que por cierto nunca lo atormentó. Guachoma no era sólo el típico guarura, ese animal nervioso enfundado en ropa de civil, mirada de pocos amigos y chícharo insertado en el oído. Tampoco era el empleado con funciones de  chofer que trasladaba a sus preciosas majestades por las calles colmadas de amenazas. El Guachoma era el juguete sexual, en rol activo, de su patrón. Le guardaba fidelidad a prueba de putazos. 

Jamás reveló la identidad del dignatario. Sólo soltaba en corto datos muy vagos: “vive en San Pedro Garza García, posee una enorme fortuna en acciones y propiedades, es buen padre y esposo, generoso filántropo de instituciones cívicas, religiosas y culturales, etcétera. Eso sí, don Chingón se ufanaba de ser un ratero impenitente. Todas las cualidades y vicios humanos reunidos en un mismo apellido ilustre.

Guachoma, perrillo fiel, salvaguardaba la integridad del tirano en un país enfermo de violencia. Su presencia era vital para la seguridad del influyentazo y su sicótica familia. En sus malos ratos Guachoma era un sádico de mecha muy corta. No le temblaba la mano cuando debía proteger a los rufianes que tenía por amos.

El sobrenombre se lo acuñaron las locas del Aracely que nunca le creyeron la verdad sobre su modo de ganarse la vida. El acrónimo Guachoma está conformado con los primeros monosílabos de tres términos comunes y corrientes, pero con profundo arraigo en nuestro imaginario social: guarura, chofer y mayate. En ese orden preciso de los sustantivos. Las locas atinaron en la dura realidad por puro error.

Guachoma se nos murió en una de las tantas matanzas de cantina en la calle Villagrán. Un comando de sicarios llegó a un bar y descargó a mansalva metralla y granadazos, quizás sólo por el deporte bizarro de destripar gente o para obligar a la piquera a pagar la maldita extorsión. Guachoma quedó tendido del lado del corazón, el mismo que ninguna mujer ocupó jamás excepto su inconsolable madre. En el cine Aracely ya nadie se acuerda de él.

 

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