Suscribete

 
1986 7 Diciembre 2015

 

 

La culpa
Eloy Garza González

 

Monterrey.- “Sin necesidad de violencia física, un hombre puede hundir la dignidad de una mujer”. Mi amiga, vieja solterona por su gusto y feminista de vocación, me cuenta el mal de amores de su paciente.

Apenas hemos tocado la botella de mezcal. No hay más clientes en el bar y el entorno se impregna de desamparo.

“Cuando se casaron, el tipo se llevó a mi paciente a vivir a San Felipe, a las afueras de Oaxaca. Ahí comenzaron los maltratos. Un golpe tras otro de humillación diaria. La trataba como arácnida”. Le respondo que su comparación es mala: las arañas son orgullosas e instintivas. “Bueno, entonces como insecto”.

Mi amiga mejora su metáfora: los insectos tienen seis patas y las arañas ocho, pero las mujeres humilladas tienen cuatro, según la maldita bestia que las maltrata. Mi amiga toma de golpe su caballito de mezcal.

“Cuando se apareció en mi casa, después de tres años de no saber nada de mi paciente, era la sombra de sí misma. Ojeras azules, andar vacilante y un morral donde guardaba sus contadas prendas”. No me conmueve la descripción de su paciente; uno mismo se labra su manera de afrontar la vida. A veces el mezcal en vez de sensibilizar, neutraliza los sentidos de quien lo toma. Quizá ese sea mi caso.

“En el fondo la culpaba de no poder parir hijos. Un tumor maligno le comió la matriz completa. No era su culpa, pero como si lo fuera. Por consejos de vecinas, mi paciente dio con un chamán en uno de los tantos callejones del siglo XXI. Un viejo gordo y fofo como batracio, enfundado en calzón de manta y huaraches de cuero. Le recetó unos menjurjes y la despachó a su casa, de nuevo a la jaula que le deparaba su marido. Entonces ella no sabía que el viejo brujo era sólo la figura terrena de un nahual”. 

La visita insólita se dio siete noches más tarde. Su esposo dormía en la cama y ella yacía en el piso; el morral bajo su nuca, a manera de almohada. “A los bichos como tú” sentenciaba su marido, “les gusta merodear a ras de suelo”. Era una noche obscura, pero ella vislumbró el contorno viscoso, las patas como resortes; un sapo verdoso que con naturalidad la amenazó con su falo en ristre. Ella sintió encendida su entrepierna. Y él clímax le llegó pronto, como relámpago lascivo. Acaso todo eran fantasías que le tejía su sentimiento de culpa.

“Le exigí a mi paciente que dejara de una buena vez a su marido”, levanta la voz mi amiga, azuzada por el mezcal. “No debía posponer el divorcio. Le ofrecí mi casa, un abogado de mi confianza y las ventajas que entre mujeres suscita la compasión, mezcla de empatía y consuelo”.

Sin embargo, esa misma noche, sin avisarle, la paciente se marchó de casa de mi amiga. Huyó en la madrugada. Dejó el morral y una nota con disculpas vacilantes. Regresó con su marido. Mi amiga olfateó en el ambiente el tufo de la cobardía. Se sintió ofendida por su paciente. Le deseó más humillaciones de parte de la maldita bestia. Y esperó no volver a verla. 

“Imagino lo que te sucedió siete noches más tarde”, le digo a mi amiga, escanciando en su caballito las últimas gotas de mezcal, con el gusano asomando como lengüita entumida. “No fue gratuita la visita de tu paciente a tu casa; no fue fortuito que te dejara el morral en tu cama”.

Supe que mi amiga se sorprendió la noche cuando recibió la visita sagrada. Vió al ser absurdo saliendo con dificultad del morral. Mi amiga se dejó llevar por la voluntad de batracio: la viscosidad anegando su entrepierna; la piel quimérica rozando sus muslos abiertos. Entonces comprendí que los nahuales nos traen del inframundo un placer inconfesable. O acaso sólo sean las fantasías que teje noche tras noche nuestro sentimiento de culpa.

 

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 

 

15diario.com