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1995 18 Diciembre 2015

 

 

Viaje al México profundo
Eloy Garza González

 

Monterrey.- La camioneta suelta rugidos de fatiga. Viajo con el cuaderno y la pluma en las rodillas y los ojos cansados de mirar tanto silencio. Afecta el barroco natural del follaje; la urdimbre inmortal del verde violento. Las casas de barro y caña. Comemos en una fonda destartalada y un niño indígena me dice que si camino de frente llegaré pronto al mar. Le creo. 

En la cañada se levanta el tinglado oficial, pero varios preferimos visitar la asociación “Tosepan Titataniske” (Unidos Venceremos, en náhuatl), organización indígena de casi seis mil coperativistas, todos vecinos de la Sierra Madre Oriental de Puebla. La cooperativa nació en los años setenta cuando habitantes de cinco pueblos indígenas se agruparon como unión de pequeños productores, jornaleros, artesanos, habitantes de la sierra para luchar contra el intermediarismo de las cosechas. A veces consiguen cosas, a veces fracasan, pero la gente no se cansa. Lucha por la vida.

Chisporrotea la serranía arbolada con el calor y los insectos y las moscas gordas. El pueblo tapizado por una nebulosidad de lluvias viejas y las mujeres recogen los frutos rojos y amarillos de los cafetales. Dos niños que apenas chapurrean el español me llevan por la hondonada. Me ponen a preparar abono para la tierra. Los gusanos comen bajo el ropaje de papel, dentro de las pilas de concreto.

Más allá, los chiquillos cultivaban setas; más acá, resplandece un moscardón de negro reluciente. Y negra como la tierra abonada es la señal del tiempo en esta región de indígenas obscuros, silentes, confiados en su recelo; desconfiados de nuestro celo; lozanos y tatemados. Entre ellos se entienden y de nosotros se desentienden. Menos los niños. En ellos la química del afecto crece a pausas largas, luego estalla, como se desfondan las tripas rojas de las granadas. 

La iglesia de Cuetzalan es un pico gótico arañando nubes, violando su intimidad de aire, o punta de lápiz afilado, firmando la nada con caligrafía infantil; girando en círculos concéntricos como trompo, sin moverse de su ápice, andando el tiempo dislocado a flechazos, corriendo por la diversidad del monte, ordeñando el hartazgo de las tardes, pastoreando muertes. Pero no la de ella. Porque para calamidad de su arte derrumbado, ella es eterna. Desde su perspectiva en blanco y negro, ella no muere. Vivir es morir en vida, decía Quevedo. ¿Y qué diera la iglesia de Cuetzalan por quitarse las vendas y las ropas de piedras y cal y arcilla fresca? ¿Por ser laja de río y no roca mortuoria?

Como los arrepentidos de corazón, la torre de Cuetzalan es muda, chimuela a falta de mobiliario dentro. Es como la boca de los recién nacidos. Puebla de torres tristes: más que dispararse en vertical, se clavan en la tierra; más que erguirse, se empinan. Habría que tener vergüenza para entender tanta miseria. Nos alejamos del pueblo y aún punza un grito seco y el ángelus temblando a nuestro lado. Es una cabra perdida. Nos alejamos de Cuetzalan y la torre nos sigue y se clava como arponazo certero en las entrañas de la vergüenza. 

Anochece y nos refugiamos en una casucha. Los vecinos nos miran desconfiados. Nos creen políticos, iguales a los que vienen, discursean y se van. Uno desconoce la naturaleza humana; es como un pozo insondable, una noche acuática donde se bucea tras los códigos secretos y los signo de interrogación resueltos. Transparentar la noche: gran oficio para un pobre mortal que desde niño transita su ruta en solitario. Los niños en Cuetzalan viven apretados en sí mismos, comprimidos en su ensimismamiento. 

Así nos pasa a todos. Nada más al morir cae uno en la nada, pero en Cuetzalan, de momento, la nada está distante, tan lejos y tan cerca, como la línea del horizonte, allá, en la intersección del cielo y la tierra, donde se enredan sueños y olvidos infantiles. Todos los hombres lo sabemos, menos algunos que no les gusta oír, ni ver, ni sentir: no saben lo que ganarían si cultivaran la vergüenza. Y dejaran a los niños jugar en paz.

 

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