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2125 20 Junio 2016

 

 

El último regalo de Hugo
Gerson Gómez

 

Monterrey.- Lancé el anzuelo de la convocatoria: Hugo, ¿tienes algún libro ya listo? Alzó la mirada y con ojos como de escrutador en casilla, me dijo: fíjate que sí. Esa fue la manera en que establecimos estrecha comunicación con Hugo Leonel del Río.

Me invitó a pasar a visitarle a su apartamento a la brevedad, pues sus múltiples ocupaciones y periplos lo mantenían ocupado. Vivíamos en la misma calle, dos cuadras de diferencia.

Aproveché la fresca de la mañana y me dirigí sin perder tiempo, que la literatura y el periodismo requieren de ciudadanos conscientes y avezados.
Desde la planta baja del horrendo edificio rojo le llamé a su teléfono. “Sube, por favor”; ya me esperaba febril en la penumbra de la puerta. “Pásale, ¿te ofrezco un café?”

Decliné como lo deben hacer todos los que se precien de tratar de cuidar las formas y no verse gandayas. Un vaso con agua me viene bien. Refunfuñó y me habló de las ventajas diuréticas que cuenta el tomar café por la mañana.
Me sirvió mi vaso y encendió la computadora.

Entre tantos cachivaches que rodeaban la mesa, abrió el archivo con el libro propuesto: La Casa del Enemigo Malo. Ese texto lineal, a espacio simple, como un largo chorizo en un aparador español esperando ser devorado por el cuchillo selecto de los lectores parroquianos.

La primera disyuntiva, el editor necesita un diseñador.

El texto pasó por diversas manos, las mejores intencionadas del mundo, dispuestas a jugársela en un proyecto incierto.

Cada dos días, religiosamente, Hugo L. del Río me escribía, llamaba y estoy seguro que pasaba por frente de casa, para saber el estatus de su libro, además de checar si ya había recogido el recibo del gas, el agua, la luz, el dish y las letras de pago de la Cervecería Cuauhtémoc-Moctezuma.

La experiencia de lidia que aprendí en el curso instructivo del Buró de Crédito y de Coppel, cauterizó la diatriba perenne de tratar de convencer al mayor capellán del movimiento neobohemio.

Me rendí en mi efímera proporción de editor, como lo hacen quienes han perdido un amor y han ganado nuevos enemigos: tocando la orquesta de cámara mientras el barco se va a pique.

Pasé a las amplias y luminosas oficinas generales de La Quincena-15diario.com; ahí entregué el archivo íntegro en USB.

Le dije al líder supremo del conglomerado que iría a ver si ponía la marrana y que después de eso me iba a pasar por cigarros a Hong Kong, que si no se le ofrecía algo de por allá.

Me dijo que por el momento su alacena estaba llena y que les saludara a unos parientes suyos que se habían ido de vacaciones y que ya no habían regresado.

Me hice ojo de hormiga vacunado contra la malaria y los malhoras, cambié de número de teléfono, de correo electrónico y hasta pinte la fachada de mi casa para destantear a tan insistente autor.

Por obra y magia de los reyes de oriente, el tan temido Hugo L. del Río, con sus dotes de malabarista y dominador de serpientes, convenció a las huestes y los astros que siempre han sido caprichosos.

La Casa del Enemigo Malo estaba impresa y se lo presentaría Armando Fuentes Aguirre “Catón”.

Me colé entre los asistentes, usando anteojos negros de soldador, barba de carretonero, traje sastre comprado en la Quinta Avenida, de la colonia Florida, una rosa de plástico que echa agua por un pequeño conducto, tenis reebok negros y calcetines amarillos de futbol soccer.

Al cederle Catón el micrófono, Hugo L. del Río saboreó cada una de las sílabas que su memoria le fueron dictando: acusó a un tal Gerson Gómez de ser culpable del error de diciembre del 94, de la farsa de la llegada a la luna de los estadunidenses, de que a la selección mexicana de futbol se les digan los ratoncitos verdes y que si Juárez viviera, con nosotros estuviera.

Luego volteó como lo hacen los que usan gafas de rayos equis hasta donde me encontraba escondido. Dedicó una sonrisa certera, que dio en el blanco de mi corazón.

Intenté sacarme la flecha en silencio, evitando llamar la atención de los asistentes, que lo felicitaban por tan brillante suceso.

Llevado por la emoción, me hice de una copia del libro. Me formé hasta el último, cuando las kilométricas fanáticas enfebrecidas hubieron saciado de besarlo, quinceañeras y nonagenarias atiborraron sus instintos primarios con el dispuesto autor.

Le pasé mi libro esperando el regaño, el cintarazo, el estatequieto muchacho, atrás de la raya que estamos trabajando. Garabateó los parabienes en el ejemplar, nombrándome culpable de lo que ahora se presentaba.

La ocurrencia, después de 18 meses, se convirtió en uno de los hermosos regalos que Hugo L. del Río nos legó: un libro brillante, ingenioso y lleno de humor cáustico.


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