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2178 31 Agosto 2016

 

 

La poesía de Zacarías Jiménez Méndez
Eligio Coronado

 

Monterrey.- La poesía de Zacarías Jiménez Méndez era intensa y vital, como un asidero que lo mantenía a flote en este mar encrespado que es la vida. Los amores reales e imaginados y el desgaste existencial cotidiano confirman su carácter autobiográfico: “Yo, la verdad, más que poeta, / papá regañón o crítico de arte, / ansío el papel de siempre: / ¿a quién le afecta que sólo sea un niño / con miedo a la oscuridad?” («Nueva invención de la inocencia»).

Su amplio conocimiento del lenguaje lo hacían combinar en un mismo poema resonancias coloquiales, sociales, agresivas, tiernas y bíblicas sin demeritar su contenido. Su tránsito por el sendero inestable de las relaciones humanas lo volvió frágil e inseguro, pero lo incentivó a refugiarse en la literatura y, en especial, en el género más personal: la poesía: “Aun sin esperanza / cruzo la calle para llegar temprano / al olvido. Mando a la jodida la religión / como evidencia de que existen / imperfectos en esta vida: / yo, el primero” («Nueva invención de mis pesares»).

Cada uno de sus poemas fue una confesión, reclamo o desahogo con el que Zacarías paliaba los duros avatares que enfrentaba. Y lo hacía estoicamente, como los espartanos, sin revelar los vericuetos del espíritu porque, en su infinita nobleza, no quería que nadie más lidiara con sus quebrantos: “Vivo el tiempo de llorar, / esparcir piedras / y lo que marque el Eclesiastés. / Tiempo de odiar, / de matar / mínimo a mi sombra; / (…) / Siempre con la atenuante presente: / No amargarles la vida a los demás” («Nueva invención de la vanidad temporal»).

Por esa misma razón era retraído, pero se liberaba con la pluma: con ella su transformación no tenía límites y sus textos nacían dotados de una gran fuerza y estructura, producto de un oficio gestado largamente en la necesidad de vincularse con los demás: “Gracias, Leticia, por proteger la inocencia de mi fe / mi derecho a ser maldito, / a existir sin saber ni para qué. / Te he recordado en mi lucha contra Dios” («Feliz cumpleaños, Leticia»).

Pero publicó poco: apenas tres libros individuales y sólo uno de poesía: Correspondencia del hombre invisible (Conarte / Bonobos, 2010), donde el título revela el dramatismo de su temática: “Siempre me aterró la idea de morar tanto tiempo en la tierra” (p. 16), “Vago por la noche en busca de dónde caerme vivo, con una certeza: / estoy de más en el mundo” (p.17), “Escribo para que la desesperación no me arrebate la conciencia” (p. 28).
En sus volúmenes inéditos (Canto a la musa dogmática, Dama de silencios y Nueva invención y otros poemas), Zacarías mantiene el mismo tono de total desacuerdo con la vida y con las circunstancias que debió arrostrar: “He sido discriminado por gente / convencida de que con su infamia / favor me otorgaba, / a mí, el incapaz de odiar, / incompetente en eso de maldecir, / incapaz de hilar las sílabas de una mentada de madre” («Nueva invención de la pereza»).

Lo atormentaba, además, la inmutabilidad de su destino, ante el cual se sentía impotente y vulnerable. Sin embargo, no era débil: sus múltiples referencias a la religión indican la raíz de una fortaleza que no le permitía rendirse: “Me levanté de la lona sin saber para qué, porque siempre hay que levantarse” (Correspondencia …, p. 30).

Su obra poética, y su literatura en general, testifican el drama del hombre en la tierra: la lucha por la supervivencia, una lucha que sabemos perdida de antemano, pero a la cual hay que afrontar: “porque siempre hay que levantarse” (ídem.).


 

 

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