Un Estado que repele a cañonazos a un buque con medicinas y alimentos, no puede ser considerado  de otra manera que como un Estado terrorista. El Ojo por Ojo, Diente por Diente con el que se ha sustentado el sionismo, ha sido estratosféricamente rebasado: con los dedos de una mano se cuentan las víctimas de un puñado de locos que piensa que se puede hacer desaparecer el Estado de Israel; en cambio, suman 400 los niños, mujeres y hombres asesinados sin juicio, ni siquiera sumario en las primeras horas de una operación fundamentalista ordenada por los halcones del Estado Hebreo.
 
Es evidente que a Israel le urgía demostrar su poder antes de que terminaran las horas agónicas del gobierno más nefasto del que tenga memoria la humanidad desde Adolfo Hitler, el de George W Bush. El 31 de diciembre docenas de mexicanos, entre los que figuraban destacadamente  integrantes de la organización Judíos Humanistas Antisionistas, realizaron una manifestación en la poco accesible embajada israelí, para entonces custodiada por más de un centenar de policías, pagados con recursos de los capitalinos, muchos de ellos armados con subametralladoras.
 
Mas allá de la expresión de la justa rabia por un Estado que mata al menos tres veces, la primera negando libertades a la población de la franja de Gaza, la segunda bombardeando y la tercera evitando que miles de heridos reciban los primeros auxilios, poco o nada significan estas manifestaciones ante los representantes de un estado que tan fácilmente deshonra la memoria de seis millones de judíos asesinados en la II Guerra Mundial, repitiendo las guerras de exterminio.
 
Pero más culpa que el asesino, la  tiene el que lo hace compadre. Es indignante que en el noticiario estelar de Televisa (afortunadamente no todos tienen las mismas bestias en la redacción) se justifique que los blancos son sólo edificios de Jamás, como si esta corriente política fuera dueña de las universidades, los comercios y los edificios de departamentos.
 
Y cómplices, como lo fue la iglesia católica con los nazis a los que les consiguió pasaportes para huir a Sudamérica, somos todos los mexicanos si no exigimos a nuestro gobierno que actúe en consecuencia a nuestra política exterior, la política que nos honró, como la de Lázaro Cárdenas recibiendo a los niños víctimas de la Guerra Civil Española. Una política exterior que nos honró también al acoger a los judíos europeos que huyeron del holocausto, como puede simbolizar la hermosísima actriz Miroslava Stern y sus padres.
 
Esa política exterior no existe al menos desde que Carlos Castillo Peraza, Diego Fernández de Cevallos y otros intelectuales decidieron amancebarse con Carlos Salinas de Gortari, para convertir a los Estados Unidos Mexicanos en México, S.A., y al menos atemperar la influencia del humanismo en la política.
 
Pero los mexicanos somos mucho más que nuestro desgobierno y podríamos demandar acciones urgentes e inmediatas para detener la masacre. Quizá la de una suspensión temporal de las relaciones con Israel por 400 días, uno por cada muerte en un país que no es el suyo. A lo mejor podemos descontar cuatro o cinco días por las que hayan producido los cohetitos rebeldes.
 
Dejar pasar por alto la desmedida reacción del Estado de Israel y el asesinato de  mujeres y niñas, equivale a considerar que el Ejército Mexicano bombardeara Culiacán, por haber permitido que una reina de belleza se ligara con narcotraficantes.
 
Se necesita imaginación para detener la masacre. A lo mejor reenviando esta carta a la Presidencia de la República o a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Tal vez redactando la tuya propia. El Holocausto o Shoah fue producto de la indiferencia. ¡Actuemos ya!

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