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“Violencia” es un término del lenguaje socio-político, usado de manera ambigua para desacreditar acciones de resistencia civil o para descalificar las luchas en busca de reivindicaciones sociales. Recurrir a la violencia suele ser el método de lucha o instrumento por el que se opta cuando no hay de otra. Enfrentarla, reprimirla de la misma manera, también es violencia sólo que, en este último caso, no se estila llamarla así.
          En el lenguaje coloquial, la palabrea “violencia” tiene una connotación peyorativa. Decir que determinado acto es violento, es etiquetarlo como algo negativo y por tanto indebido e ilegitimo.
          Así por ejemplo, suelen calificarse de violentas las acciones organizadas por los ciudadanos para resistir la exclusión proveniente de los que detentan el poder económico o para manifestarse en contra de la injusticia del poder político, mientras que los actos usados por el aparato  gubernamental para enfrentarlos, son calificados con términos más neutros y complacientes como: “fuerza pública” o “ejercicio de autoridad”.
          Para los pacifistas que creemos posible una sociedad de ciudadanos capaces de informarse y deliberar sobre los asuntos que les son comunes y de resolver sus diferencias mediante el diálogo, la violencia sólo se justifica cuando el debate se vuelve imposible y como último recurso, ya que todo acto de violencia es moralmente negativo porque atenta contra la dignidad de la persona.
 El principio de inmoralidad debiera bastar para erradicar el uso de la violencia de manera intencional, tanto para los que recurren a ella como instrumento de lucha como para quien tiene el monopolio de la coerción para frenarla: el aparato estatal. Igual valor debiera tener el fundamento cuando se trata de la violencia ejercida por el crimen organizado y su consecuente combate.
 La violencia debe impedirse en todos los casos, a menos que pueda demostrarse que existen poderosas razones insuperables que hacen necesario infligir a un ser humano o grupo social un daño intrínseco, contra su voluntad.
 Resulta ingenuo suponer que el cumplimiento de este precepto ético y legal se le puede exigir a quienes se organizan para delinquir y  dañar deliberadamente al ser humano y su sociedad. Pero, en cambio, sí es posible pedirle a quienes legalmente están facultados para enfrentarlos, que   ejerzan sus funciones de la manera menos violenta posible, apegándose a la ley y sin aniquilarlos. La autoridad deben actuar sin revanchas ni desquites, cumpliendo la ley, respetando los derechos humanos, desoyendo a las violentas voces que al  gritar: “se rinden o se mueren” se ponen en el mismo nivel de inmoralidad que ocupan aquellos a quienes combaten.
Cuando se practica la violencia a ultranza, cuando en un ambiente de crispación y miedo un grupo de personas le declara la guerra a otra organización, aunque se trate de “buenos” contra “malos”, no se está ya en presencia de un enfrentamiento de la fuerza pública contra la violencia delictiva, sino en un escenario de recíproca violencia en el que los seres humanos se inflingen el mayor daño posible sin que importe el bando, las reglas y los resultados.
El concepto de “violencia” debe permitir que se pueda debatir la legitimidad de su empleo en situaciones precisas de conflicto, cuidando siempre que los actos violentos usados no sean idénticos en su injusticia e inmoralidad a aquellos a los que se responde.
 Los actos moralmente negativos que infligen sufrimiento a un ser humano o grupo social, son violentos y hacen daño sin que se justifiquen por el origen de quien los ejerce; no importa si éstos son: buenos o malos, ciudadanos o autoridades,  ricos o pobres, militares o civiles, policías o ladrones. Provengan de quien sea, inevitablemente, otro principio se cumple fatalmente: ¡violencia engendra violencia! La respuesta llega. No es sólo una frase. Así es, lo vemos todos los días.
  Si la violencia no se ejerce con legitimidad, si no se justifica, entonces deviene en actos moralmente negativos que, necesariamente, conducen a una espiral ascendente de homicidios, daños y sufrimientos sin límite, como la que ya vivimos sin poderla detener. ¿Cuántos seres humanos deben ser aniquilados para que cese?
Termino resumiendo las cuatro hipótesis sobre la violencia  presentadas por Giuliano Pontara, (Diccionario de Ética y de Filosofía Moral, Fondo de Cultura Económica, México, 2001), porque me parece que las ideas ahí contenidas son de enorme utilidad para repensar la manera de enfrentarla y para replantear los métodos que, hasta ahora, sólo han logrado que la despiadada destrucción de personas y su entramado social se incremente.
Primera. La utilización sistemática y prolongada de los métodos violentos tiende a hacer cada vez más violentos a quienes los emplean. Los individuos que recurren a ella, se vuelven cada vez más insensibles a los  homicidios, sufrimientos y peligros que los métodos empleados para combatir implican respecto de otros seres humanos.
Segunda. El recurso de la brutalidad suele ser favorecido por un proceso de deshumanización del adversario. Para empujar a individuos a emplear eficazmente ciertos métodos de lucha violenta, es necesario hacer que estos últimos se adhieran a una imagen deshumanizada y estereotipada del enemigo, como si se tratase de individuos carentes de toda cualidad humana que pueden ser tratados como simples cosas.
Tercera. En una situación de conflicto agudo entre diferentes grupos, el empleo de la violencia tiende a poner en un primer plano a individuos caracterizados por tendencias autoritarias y con pocas inhibiciones en lo tocante al empleo de la violencia. Mientras más se prolonga la lucha violenta y más aumenta el grado de violencia considerada necesaria para vencer al adversario, más se incrementa la necesidad de que individuos pro  violencia tomen en sus manos la lucha.
Cuarta. El empleo de la violencia como método de lucha o de respuesta, no necesariamente conduce a una solución estable de los conflictos; más que resolver el conflicto, se reprime, pero quedan rescoldos y un día u otro estalla de nuevo abiertamente, a menudo en forma aún más violenta. Esto sucede mayormente cuando se ignoran las causas que originaron sus primeros brotes y, simplemente, se limitan a  combatir, con más violencia, su creciente empleo.   
Detengámonos a pensar en esto, antes de así seguir. Tenemos que discutir, con los pocos que toman decisiones precipitadas, si seguimos enfrentando a la muerte con más muerte; el silencio es suicidio. Ni aniquilar ni capitular, primero ¡reflexionar!               
                         
claudiotapia@prodigy.net.mx

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