SONATA VOYEUR
Guillermo Berrones

La melancolía de un violín armoniza la pertinaz sonatina de la lluvia. Su música llega en oleadas que envuelven, desde la casa de ventanas oxidadas, y yo imagino que lo toca una mujer. Lo presiento mientras espero que vengas. Al poco rato llegas hasta esa esquina de la plaza solitaria donde hay una frontera de zarzos, crespones y bugambilias amarillas. Estacionas tu coche y vienes corriendo, mojada por la lluvia, hasta mi camioneta. Un riachuelo baja desde la montaña haciendo cauce junto a la banqueta. Sonoro y murmurante, completa la obertura. Es un paraje hermoso. Termina la civilización y los álamos son un refugio temporal para las monarcas viajeras que se cuelgan de las ramas en racimos palpitantes. Alguna vez exploramos también ese bosquecillo de arbustos y nos desnudamos a la luz de una tarde otoñal y te regalé un guijarro de color ocre, como el enamorado que extiende las arras en las manos de la novia frente al altar. Hicimos el amor con la bestialidad primitiva del instinto y en el horizonte la ciudad guardaba el orden y el decoro de su tradición centenaria. Tus zapatos negros se mancharon de barro. Nos envolvió el aroma de la malva. Había un cielo gris y regresamos purificados a caminar por los senderos de esta misma plaza donde los pájaros hacen de la tarde una algarabía bizarra. Oscurece y nuevamente hacemos el amor sin importarnos los riesgos de este atrevimiento. Ahora bajo la sinfonía de la lluvia y un violín triste y melancólico. Los vidrios se opacaron con el vaho y tú has quedado recostada, apacible y temblorosa, sobre mi hombro izquierdo. El violín sigue desgarrando notas y la lluvia le acompaña. Con el dorso de mi mano limpio el vidrio. En la ventana oxidada que da frente a nosotros, la silueta de una mujer desnuda se mueve, cadenciosa y mansamente, mientras toca el violín.

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