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1119 8 Agosto 2012

 

Rumbo al sur
Eligio Coronado

Monterrey.- Un cuento nace cuando las partes que lo integran se reúnen todas en la mente de su autor. Antes de eso sólo hay ideas que luchan para constituir algo que tenga algún sentido.

Los buenos cuentos son aquellos que tienen vida, es decir que sus piezas van complementándose o sucediéndose de tal modo que nos convencen de su realidad. En La hora del perdón* encontramos uno.
Su autora, la escritora mexicana Margarita Kullick, ha sabido dotarlo de humanidad.

En dicho cuento, “Rumbo al sur” (p. 119-123), una mujer nos contagia con el pesar que la perturba por estar a punto de vender su casa. Y es que sólo a ella le preocupa esa situación: ni al marido (“A mi esposo no parece importarle nada, ni el cambio ni que vendamos la casa”, p. 120) ni a los hijos (“No mentían; ahí estaban afuera, casi regalándole a la gente objetos variados de incomprensible banalidad y propósito”, p. 122). 

¿Entonces por qué vende su casa? Ni ella lo sabe: “Nunca pensé que llegase este día. (…) Ponerle un precio a este rincón que llamo hogar es muy difícil” (p. 119). Todo sucede en una semana: “Firmamos el contrato y sólo me quedan unos días para empacar” (p. 120).

Después viene el proceso de contratar la mudanza y aligerar su volumen (“Qué se va, qué se queda y qué se tira”, p. 120), de regalar muchas cosas a la caridad (“Llevé a Goodwill dos viajes de ropa, trastes, ollas y zapatos”, p. 121) y rematar otras tantas en una venta de garaje organizada por sus hijos (“Desde mi ventana vi que la gente llenaba sus carros de mis pertenencias”, p. 121). Desafortunadamente para ella, el futuro comprador incumple el contrato por la falta de un préstamo que esperaba. Allí concluye el cuento, con un simple “No hay trato” (p. 123).

La autora no agrega más. No es necesario. Ya nos ha revelado todo, incluyendo su estado de ánimo: “Yo también quiero echar mis raíces en esta casa, vestir las paredes con mi sombra y con ecos de carcajadas, llenar la catedral del silencio” (p. 122), pero dos sensaciones nos invaden: una de alegría porque la mujer conservará su casa y la otra de desazón por las fuertes pérdidas materiales y emocionales sufridas en el proceso: “Nunca pensé que me fuera a doler tanto la partida. (…) lloré toda la noche, una vida no se empaca así nada más” (p. 122-123). 

¿Por qué la autora no profundiza en estas dos cuestiones que quedan latentes en la atmósfera de la postlectura? No lo hace porque las demasiadas explicaciones acaban con la ficción. Si ya logró convencer al lector de la dolorosa veracidad de su historia, no tiene caso sugerirle lo que debe sentir al finalizar ésta. Es preferible siempre dejar que el lector saque sus propias conclusiones.

El resultado es que este cuento no termina en el punto final, porque permanece vivo en la mente del lector quien continúa la trama a base de suposiciones como: ¿Qué hará la protagonista ahora? ¿Demandará al fallido comprador por incumplimiento de contrato? ¿Le devolverán los vecinos los objetos malbaratados en la subasta? ¿Le reembolsará la compañía de mudanzas la cantidad de dinero adelantada por el servicio? ¿Absorberá las pérdidas sin reclamar nada? Esto sólo ocurre en los cuentos que están vivos.

* Margarita Kullick. La hora del perdón. Monterrey, N.L.: Edit. UANL, 2011. 123 pp. (Colec. Narrativa).

 

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