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1207 10 Diciembre 2012

 

Tragedias de una vieja guerra
Víctor Orozco

Monterrey.- Una de las columnas constantes en las publicaciones periódicas del siglo XIX en los estados del Norte de México, era la titulada "novedades de indios" o bien, "apaches".

Allí se daban a conocer episodios de la prolongada guerra librada primero por los españoles y luego por los mexicanos en contra de las naciones indígenas y cuyos enfrentamientos llegaron hasta las últimas décadas de aquella centuria.

En vísperas de la invasión norteamericana, se recrudecieron las hostilidades, que castigaban sobre todo a las familias de apaches y de humildes labriegos, víctimas un día sí y otro también de esta cruel enemistad.

En 1845, el gobierno del departamento de Chihuahua (se recordará que a la sazón imperaba el régimen centralista, que había suprimido a las entidades federativas) publicaba la Revista Oficial, en la cual se insertaban leyes, comunicados de las autoridades centrales, informes diversos y la consabida columna sobre los apaches. Por entonces, todavía estaban vigentes, al menos a medias, los tratados de paz concertados a duras penas por el gobernador Fernando García Conde en 1842.

Sin embargo, por haciendas y pueblos se extendía el rumor de un alzamiento general de las rancherías apaches, no querido por algunos de sus viejos caudillos, pero anhelado por los jóvenes guerreros impacientes. Los consejos y disposiciones oficiales buscaban evitar la guerra, de funestos recuerdos por la desolación de la década anterior.

El 26 de febrero de ese año, a los jefes políticos se les circuló la orden siguiente:  "Que en el ínterin no se sepa de positivo la declaración de guerra de los apaches, se les permita a estos la entrada  libre a los pueblos, animándolos con demostraciones  y actos cariñosos como prueba de una amistad mutua y confianza que nos inspiran".

Renglones arriba, el mismo documento, sin embargo,  inducía a los vecinos a prepararse para la guerra:  "En todas las poblaciones  de su distrito no se permita que salgan sus moradores a los campos sin armas, que se observen las mayores precauciones para no ser sorprendidos por los apaches, y que si estos lo amagaren de alguna manera; aquellos deben defenderse..." Dos días después un vecino de Nombre de Dios, distante unas cuatro leguas de la capital, encontró en la sierra cercana los sombreros de tres leñadores y se alejó despavorido, pensando en la proximidad de los apaches. El 1 de marzo, la partida armada reunida para buscar a Juan José Frescas, que así se llamaba el leñero perdido, localizó a los dueños de los sombreros, el mismo Frescas, su hijo y "un viejito",  los tres muertos.

La guerra recomenzaba de nuevo, después de la breve y precaria paz. Se iniciaba casi sin armas de una y de otra parte, pero el odio era tal que se combatía incluso a pedradas, como lo atestiguan dos vecinos de San Andrés, quienes narraron el asalto sufrido a manos de diez apaches "...que afortunadamente no traían armas, pues a pedradas se defendieron..." Ocho vecinos salieron de Chuvíscar en persecución de los indios, "armados con sus lanzas, únicas armas con que cuenta este pobre pueblo",  según informaba el Juez. (Como nota curiosa, asiento que heredé una de esas lanzas usadas por los labradores chihuahuenses a mediados del siglo XIX, de mi tío Horacio Orozco Frías; desde hace varios años se exhibe en el museo Casa de Juárez de la capital del estado.)

La paz era buena para ambas partes, pero imposible de mantener cuando arreciaba el hambre en la comunidades apaches y éstas perdían poco a poco todas sus fuentes de suministro, con territorios acotados por las grandes haciendas, con campesinos que si bien padecían de parecidas penurias, iban gradualmente abriendo llanos para el cultivo o llenando las praderas de ganado. ¿Cómo podían resolver estos guerreros irredentos el dilema atroz que se les ponía enfrente?: o se sometían para vivir una vida de parias, como los rarámuris, o combatían para preservar su vida antigua, de correrías interminables, en busca del bisonte, del venado o de las vacas y caballos que pastaban en las haciendas, confiados en la protección de sus dioses invisibles y nunca simbolizados en figuras materiales.

Una de las zonas que formaban parte del hábitat de los apaches, era la hacienda de Encinillas, colosal propiedad que ocupaba buena porción del centro del departamento. Desde la fase colonial había sido proveedora de reses y caballos a las partidas de apaches que solían cabalgar desde Arizona o el Nuevo México, para cobrar el botín y regresar a sus aduares arreando burros y yeguas. En los inacabable potreros de Encinillas pastaban decenas de miles de cabezas, así que los valerosos guerreros podían tomar lo necesario, fieles a su concepción del mundo, en la cual no cabía la idea de que alguien fuera dueño de esas planicies y de los animales allí sustentados. 

En terrenos de la hacienda se instalaban también los llamados apaches de paz, mientras duraban los frágiles tratados, según los cuales el gobierno se obligaba a proveerles de raciones y de otros menesteres.  En el invierno de 1845, allí estaban arranchados las partidas de los capitancillos Cigarrito, Ramón y Zozaya.  Los tres habían sido fieros jefes que protagonizaron las cruentas campañas de 1831 en adelante, pero ahora estaban convencidos de que una nueva conflagración diezmaría sus huestes, pues no podían reponerse las bajas como lo hacían los mexicanos. En consecuencia, estaban por la paz. Acudieron ante las autoridades mexicanas a comunicarles su sentir, pero también avisaban que los indios de sus rancherías "tenían la cabeza mala" y eso no presagiaba sino la guerra. Tanto era así, que en una de esas, hablando con sus gentes para persuadirlos de que no pelearan, el Jefe Cigarrito recibió una gran pedrada, nada menos que de Valencia, su propio hijo, "de la cual se haya muy malo", según informó al juez de paz de la hacienda la apacha Margarita. La mujer dijo también que los hombres "siempre andan echando planes de pelear" y que "el objeto de bajar ella lo era el que tenían mucha hambre".

El dicho de Margarita explica muy bien una de las causas de esta infernal guerra asoladora del norte del país durante tantos años: el hambre. El avance de la civilización, representado de mil maneras a lo largo de las centurias (la cruz, la espada, la horca, el arcabuz, el arado, la carreta, el acero, el ferrocarril, la pistola, el fusil...) trajo consigo las poblaciones, el aumento de la riqueza, al tiempo que liquidaba a las comunidades naturales, rompía con sus ciclos reproductivos y las hundía en las hambrunas.

¿Cómo podía prestarle oídos a su padre el hijo de Cigarrito, si de seguro volvía la vista y contemplaba a las familias retorciéndose con el estómago vacío, mientras que en su derredor se movían miles de caballos de la hacienda?. Tan solo con la sangre de uno podían llenarse los vientres vacíos de los niños, probablemente pensaba cuando golpeó a su progenitor.

La escena retrata una tragedia, similar a muchas de las narradas y cantadas a lo largo de los siglos por todos los pueblos. Sirve ahora mismo para conducirnos a la reflexión sobre los renovados afanes "civilizatorios", gracias a los cuales estamos dejando al mundo sin agua, sin bosques, sin fauna... y a millones de sus niños, como aquellos de los apaches, padeciendo por el hambre.

 

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